Fernando Vazquez Rigada

Fernando Vázquez Rigada

 

Como Saturno, todo movimiento político radical termina devorando a sus hijos.

Lo hizo el breve mandato a la sombra de Savonarola en Florencia, la revolución francesa, la rusa, la cubana. El líder amado un día, o prevalece o desaparece.

La historia mexicana lo confirma. Los liberales arrasan a sus enemigos conservadores. Díaz transita a la dictadura bajo la máxima de que a quien se le oponga le da encierro, destierro o entierro. La revolución mexicana mata todo: incluidos a sus líderes, de Madero a Obregón.

Calles instala un Maximato que es desbaratado por el cardenismo. Ahí reside el primer caso de un presidente que ocupa todo su poder para aplastar a su antecesor y para fundar un nuevo régimen: el de la república monárquica sexenal priista.

Pero Cárdenas es una excepción. La regla del poder dicta la vigencia de la ley de Newton: a toda acción corresponde una reacción de la misma magnitud en sentido contrario.

Dicho de otro modo: quien utiliza todo el poder está condenado a pagar las facturas que ha expedido en su ilusión de que su poder será eterno.

Los presidentes que más usaron el poder fueron los más castigados al dejarlo. Echeverría y López Portillo terminaron con el desarrollo estabilizador, tocaron intereses, rompieron reglas, y terminaron exiliados, humillados. Salinas fue un caso igual.

Estamos viendo, hoy, el lento pero inexorable derrumbe del obradorismo.

Su agonía será terrible. Quizá larga. Plausiblemente destructiva. Seguramente sangrienta.

El derrumbe se dará bajo los signos de la violencia, la ineptitud y la corrupción.

Como hongos, los hechos de violencia se multiplican y aterrorizan al país: cada día, cada hora. Hasta De la Madrid, el crimen estaba subordinado al Estado. Pagaba por protección. Salinas los hizo socios. López Obrador, socios mayoritarios.

La ineptitud causa estragos en la población. La más patente es la carencia de medicinas, pero se extiende a una educación que imparte ignorancia, a la falta de obra, excepción hecha de los proyectos faraónicos.  Si un estado no cuida, no cura y no educa, ¿para qué sirve?

El cerco de la corrupción alrededor de la familia presidencial se estrecha. Lo visto con los hijos —tráfico de influencias para ganar miles de millones de pesos—es el inicio del final del obradorato. Vendrá más, mucho más: inocultable la podredumbre por su cinismo y su descuido.

A esta descomposición —que intuye, pero también a la que teme— el presidente reacciona con un golpe doble. Echará su resto para imponer a su sucesora. Al mismo tiempo envía el mensaje de lo que vendrá.

Imponer a Sheinbaum no es una apuesta: es una obligación. Las pruebas de la corrupción de la corte son abrumadoras y obran en tres expedientes: uno en poder de la sucesora designada, otro en manos del Fiscal General y el último en el exterior desde donde se abreva a un medio de comunicación.

Perder en junio no es opción para el mandatario actual. Extender su poder de manera transexenal, es demasiado riesgoso. Aquí nadie llega para quedarse. Un coletazo de Sheinbaum sería brutal.

Pero desde Palacio vendrá la advertencia el 5 de febrero: las reformas tocarán la flexibilización de las consultas y la revocación presidencial. El Presidente confía también en sus camisas pardas: los servidores de la nación. Tiene una base popular y, quizá, grupos de violencia. El mensaje es: si rompes, tengo con qué responder y, quizá, quitarte.

Así, lo más sensato para él, es tratar de evitar el desplome que se avizora en la gobernabilidad, ganar la elección y pactar su retiro dorado.

Dijo que no será Cárdenas, en el sentido de no heredar su poder a alguien moderado. Ya optó por Sheinbaum: su Mújica. Pero sí será Cárdenas tratando de que su sucesor no le cobre las cuentas ni le aplique la ley.

Ese debería ser su plan. Pero primero debe ganar la elección.

Hacerlo implica convencer, amedrentar o comprar a una sociedad que está harta, temerosa, de luto, enferma.

 

@fvazquezrig

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