Fernando Vazquez Rigada

Fernando Vázquez Rigada
Julio 21, 2014

Cuando hechos involucran la integridad, la dignidad y la seguridad de un niño, no caben declaraciones de fe, no hay pasado que valga, ni influyen los grandes nombres. La fe se extingue con hechos. El pasado no exculpa de los actos del presente. Los grandes nombres dejan de pesar por el pesar de los pequeños.

Todo ser humano tiene facetas; virtudes y defectos; bonhomía y pecados. No creo en los santos ni creo en las vírgenes. Creo en la ley. En la transparencia. En el poder de la información y no en la deformación del poder que manipula.

Solo hay algo peor que un estado ineficiente: un estado ausente. El albergue la Gran Familia es la revelación de ese fenómeno atroz: el estado que ha dejado de existir.

600 niños no vivían ahí: sobrevivían. Lo hacían viviendo una tragedia circular. La que los había llevado hasta ese lugar y la que les impedía salir.

Los reportajes de los medios nacionales no dejan lugar a dudas. Ahí están, las imágenes desgarradoras. El hacinamiento. La suciedad. La sevicia. El maltrato. Las violaciones. Los golpes.

Los testimonios de las víctimas son terribles y elocuentes. No los escucha quien abraza un dogma de fe, pero esas historias, profundamente humanas, deben mover a la indignación y a la demanda de que el estado reaparezca.

El pasado ejemplar no absuelve los delitos del presente. No puede hacerlo en un país que aspira a regirse por el derecho ni en una sociedad que se niega a dejar a sus niños en la indefensión.
¿Hubo exceso de fuerza? Sí. Pero, eso no hace palidecer a la realidad que los medios, la sociedad, las autoridades encontraron tras esos muros que deberían haber sido de abrigo y consuelo. Mamá Rosa era la cabeza visible de un puñado de abusadores que convirtieron a un islote de esperanza en una sucursal del infierno.

No es posible determinar la responsabilidad directa de Rosa del Carmen Verduzco, Mamá Rosa, en términos legales. En términos morales, el veredicto es definitivo y más: es atroz. La cadena interminable de delitos y de bajezas que se cometían a los niños privados de su libertad no puede justificarse bajo ninguna circunstancia. Mamá Rosa no pudo ignorar lo que ocurría. Hay demasiado cinismo, demasiada evidencia, demasiada crueldad como para alegar ignorancia.

El reduccionismo de sus defensores, es, quizá, la parte más desconcertante de esta historia. Que una parte de la intelectualidad mexicana se aferre al pasado y cierre los ojos ante la avalancha de evidencias resulta igual de ofensivo que lo que ahí sucedía. Que los hechos de escándalo traten de minimizarse, como lo ha hecho Enrique Krauze, bajo los calificativos de «suciedad» a la condición humillante a la que se forzaba a vivir a los niños; «abuso» a las violaciones de niños por parte de uno de los cuidadores; «dictadora amorosa» (como si tal cosa fuera posible) a Mamá Rosa que golpeaba, encerraba y privaba de su libertad a sus internos, es el reflejo de una sociedad dogmática, extremista y carente de objetividad.

Que la Reina Isabel haya donado hace años un gimnasio a esta mujer no la hace inocente. Que un premio nobel le haya brindado regalías no reescribe su responsabilidad actual. Martha Sahagún no es aval moral de nadie.

Quiero pensar que, en algún momento, Mamá Rosa tuvo momentos de luz. Puede ser. Ojalá que así sea. La naturaleza, sin embargo, nos recuerda: toda rosa tiene espinas.

@fvazquezr

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