Fernando Vazquez

22/02/2009

El país está viviendo un precipitado proceso de deterioro. Es difícil pasar por alto el retroceso que se vive en cada una de las esferas del país.
La competitividad económica va en picada desde hace ocho años; los monopolios controlan gran parte de la vida nacional, reduciendo la competencia y manteniendo cautivos a los consumidores y al desarrollo nacional. La brecha social, al no haber crecimiento, se abre y se vuelve más injusta, más dolorosa, más inaceptable. El país se parte en lo social y en lo económico, precedente terrible de la fractura política y quizá física de la nación.
El ambiente de tensión, de confrontación resulta preocupante. Cada vez que México se ha enfrentado consigo mismo el resultado ha sido fatal. Ocurrió con el mandato criollo de la primera mitad del siglo XIX; se verificó con la guerra de Reforma y, después, con el violentísima explosión de 1910.
El país cae, en buena medida, porque lo público se conduce sin competencia, sin gallardía, con ausencia de conocimiento y de amor por el país. La política es inexistente en México. Creemos que hay política pero, más bien, lo que se da es una gran simulación. México es, en sí mismo, una simulación y, a menudo, una farsa.
País de máscaras, lo definía Paz, la geografía política del país es un gran teatro de comedia. Surgen los personajes de opereta que han recorrido la historia nacional: de Iturbide a Santa Ana; de la transmutación de Díaz de general de la Reforma a pseudo mariscal francés, la historia del país pasa por la supervivencia del cacique, del líder, que se acomoda a fin de conservar su influencia y su poder. Así llegamos a los actores nacionales de hoy: Elba Esther Gordillo, Vicente Fox, Martha Sahagún, Pancho Cachondo, Salgado Macedonio, Marcos. Todos son personajes ficticios del drama nacional que es, ese sí, cruelmente real.
México: país de máscaras en donde todo se simula. República, se dice, pero Monarquía, si atendemos a la revisión más elemental de la historia política reciente que nos revela que, en realidad, el poder se hereda en México. Hijos, primos, sobrinos, esposas se pasan la estafeta de la tragedia nacional.
República Federal, en donde los estados no poseen más que residuos de facultades que le delega el gran poder central. Sin posibilidades recaudatorias, sumidos en el rejuego de la capital, la provincia se desvanece del pacto federal para convertirse en el territorio de los nuevos caciques.
El fenómeno más preocupante ha sido la suplantación misma del estado. La autoridad en México no se delega: se privatiza. La privatización de la política viene de atrás, pero se ha hecho evidente e insostenible en estos años. Las grandes empresas monopólicas controlan el mercado nacional y más: controlan a la autoridad que debía regularlos. El hampa cobra impuestos. Los ciudadanos forman brigadas de seguridad. Los funcionarios de seguridad la otorgan al hampa. Los partidos se vuelven empresas. Los medios de comunicación suplantan a los juzgados. La iglesia educa. La ley no se imparte: se compra.
En este México de simulaciones, las empresas aspiran a gobernar y las instituciones públicas a ser negocios.
Paulatinamente, una de las funciones centrales del estado, la que Weber denominó como el monopolio legítimo de la violencia, se va transfiriendo de manera paulatina. El poder, como la energía, ni se crea ni se destruye: se transforma o, si se quiere, se transfiere. El crimen organizado ha formado un ejército paralelo que lo mismo gobierna territorios que sentencia y ejecuta. A él se comienzan a oponer fuerzas privadas de seguridad, de ciudadanos armados que se auto organizan. El monopolio de la violencia ya no existe. Existe sólo una fuerza legal que se enfrenta, brutalmente, con un contrapoder ilegítimo pero eficaz.
El ámbito de la seguridad no es exclusivo del proceso de suplantación del estado. Los medios de comunicación, particularmente las televisoras, han convertido a las pantallas de televisión en tribunales. Los jueces de ley son, a su vez, juzgados por los jueces mediáticos que definen quién es culpable y quién no. Hay, por ello, dos verdades en México: la mediática y la legal. El fallo de la primera es inapelable; el de la segunda, intrascendente.
En una novela genial de García Márquez,“Memorias de mis putas tristes”, el protagonista, un hombre mayor que se dedica al periodismo, relata cómo, día a día, se espera con temor en la redacción la llegada de un hombre siniestro: el abominable hombre de las nueve. Es el censor del gobierno que decide qué se publica y qué no. Jacobo Zabludowsky ha relatado cómo esperaba en 24 horas la llamada de gobernación que le ordenaba lo que no debía salir al aire y cómo debía salir lo autorizado. Guillermo Ochoa ha contado también cómo desde Bucareli recibió la instrucción, en la primera visita de Juan Pablo II a México, de cortar el sermón del pontífice, para lo cual tuvo que hablar en vivo, sin parar, para obstruir la transmisión del mensaje papal.
Hoy, en la República sustituida, verdad de gatopardo, todo es igual a pesar de que todo ha cambiado. El procedimiento para limitar la libertad de expresión ya no es oficial aunque sí útil al poder político. Son las propias empresas mediáticas quienes deciden qué se trasmite, cuando y cómo. El nivel de lo grotesco de la censura sucedió con la dilución del rostro de Santiago Creel, pero se verifica todos los días a toda hora. Como no existen elementos legales para que los ciudadanos nos informemos o para que los reporteros ejerzan su libertad a expresarse en el medio que los contrata, el medio es, hoy, el gran censor.
La autoridad, simplemente, está para convalidar las decisiones que se toman en los corporativos. Díaz decía “Mátalos en caliente”. Los medios ordenan, un siglo después: “Córtalos en caliente”. El IFE se refrenda como institución inútil y se dobla ante las televisoras. COFETEL, se ha visto, es un órgano de regulación, pero la Comisión regula las acciones del Estado, no de las empresas.
País salta pa´tras, México se diluye en el caos cotidiano. Pobre de nuestro país. Y pobres de nosotros

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