Fernando Vazquez

09/08/2009

El presidente duerme. Está recostado, su rostro refleja paz y tranquilidad, ajeno, supongo, a lo que ocurre afuera. Es el presidente aunque duerma: lo constata la banda presidencial, que no se quita ni para dormir. Es un cuadro de Fernando Botero, que se incluye en la espléndida colección del museo del autor en Bogotá.
Cuando los presidentes duermen muchas cosas suelen ocurrir. México se desliza peligrosamente hacia la construcción de un paraestado: un estado en donde conviven fuerzas legítimas e ilegítimas, públicas y privadas, armadas todas, violentas todas, en aras de conseguir la paz social, de garantizar la protección de los ciudadanos.
El contrato social de Rousseau, así, se rompe. Los ciudadanos pactan ceder una parte de su libertad para que un ente superior, el Estado, les proteja: ese es el origen del orden institucional. Por ello, si el estado es incapaz de garantizar la paz, la tranquilidad y el orden a sus ciudadanos, entonces deja de cumplir su función central y originaria.
Ahora en Juárez, pero antes en Galeana como respuesta a la ola de secuestros, los ciudadanos han comenzado a armarse. Se crean redes ciudadanas que buscan protegerse unos a otros. Se sabe que tras la ejecución de Franklin Le Barón, en Galeana, el jefe militar instruyó a los pobladores sobre su derecho para tener armas en su casa. Les recordó que tenían que ser calibres bajos. Para equilibrar la fuerza ante las hordas del crimen, reflexionó: “Si fueran ustedes registrados como cazadores podrían tener armas largas legalmente”.
Antes, a señora Wallace tuvo que hacer su propia investigación, crear su propia fuerza de tarea para dar con los secuestradores y asesinos de sus hijos. Antes, en Tlahuac, la gente linchó a dos oficiales confundiéndolos con narcos. Aún antes, en Chiapas, con el surgimiento de EZLN, se crearon guardias blancas en la zona rural, que culminaron en la matanza de Acteal.
Los esfuerzos colectivos, privados, para procurar la seguridad que es obligación de la autoridad tienen un nombre conocido: Autodefensa. Así se denominaron, precisamente, las organizaciones colombianas que proliferaron en los últimos años para enfrentar la violencia guerrillera que secuestraba, extorsionaba, ejecutaba.
Aquí, igual que allá, las organizaciones paramilitares surgieron con la aceptación del estado. En Colombia se dieron figuras legales específicas para fomentar la creación de decenas de fuerzas de seguridad privadas, llamadas Convivir, que se extendieron por todo el país. Los grandes terratenientes contrataron los servicios de mercenarios para entrenar a la carne de cañón que se constituiría en tropa: fue el surgimiento del movimiento de autodefensa.
Pronto, los paramilitares desataron otra sangría que se mezcló con la de la guerrilla y se alió, en algunos casos, al narcotráfico. La espiral de violencia que se produjo hizo crujir las estructuras institucionales del estado: un estado que no mandaba, que no ordenaba y que de manera voluntaria desmantelaba el monopolio legítimo de la violencia.
En lo que acabó el experimento fue en una sociedad armada que padeció grados extremos de crueldad. El cuerpo social colombiano fue infectado por tres formas de violencia extrema: el narcotráfico, la guerrilla y las fuerzas paramilitares. A estas últimas se les imputa la muerte o desaparición de más de 60 mil personas. Lo que comenzó como un esfuerzo de sumar esfuerzos civiles a la lucha del estado terminó con la creación de un paraestado, en donde el poder de los grandes latifundistas creaba listas de enemigos de izquierda y los asesinaba a mansalva. Los paramilitares han despojado de más de 4 millones de hectáreas a campesinos. Se crearon, literalmente, franjas de ingobernabilidad en donde se privatizó la autoridad.
Por eso, el camino que sigue México es delicado. Hay que conocer la historia de otros para construir mejor la propia. Pedirle a la sociedad que se arme, que se autoproteja, es declinar públicamente sobre la responsabilidad toral de la autoridad. Es, también, reconocer tácitamente que esta guerra, por este camino, no lleva a ninguna parte, sino a la derrota que es la bancarrota moral de la República.
Junio fue el mes más sangriento de la historia reciente del país. Fueron ejecutados cerca de 700 personas. Pronto fue superado. En julio fueron casi 800 y así podríamos seguir. En este sexenio, suman ya más de 12 mil los ejecutados. Antes que termine el año, se habrá rebasado la totalidad de los ejecutados en el sexenio de Vicente Fox que fue, a su vez, el más sangriento de la posrevolución.
La solución no está sin embargo, en armar más a la sociedad sino en meditar la mejor estrategia para doblar a hampa. Instigar a la creación de grupos paramilitares puede ser un paso catalizador del quiebre de México. Se trata, en los hechos, del preámbulo para que se geste una confrontación cruel, despiadada, que evoca a una guerra civil posmoderna.
Botero nos recuerda que, cuando un país se ahoga en su propia sangre, es el reflejo de un hecho indiscutible: su presidente duerme.

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