Fernando Vazquez

04/11/2013

La política, instrumento de cohesión, hoy polariza al mundo. La calidad de los cuadros dirigentes parece languidecer. Existe una sensación de falta de representación y una válida preocupación por las capacidades operativas de los estados. ¿Qué ocurre?

Michelangelo Bovero, uno de los más lúcidos politólogos italianos, ha propuesto un nombre preciso para describir este fenómeno: Kakistocracia, el gobierno de los perores.

Para Bovero por arreglos perversos, la democracia se nutre de los peor de cada uno de los sistemas políticos. Posee la arbitrariedad de la tiranía, la ambición fatua de la oligarquía y la bajeza de la oclocracia (el gobierno de las masas). Así, dice, hemos llegado al gobierno de lo peor.

La política está desvirtuada por reglas que se rompen, por instituciones que son sólo fachadas, por medios que se rigen por la cultura del convenio (el macro chayote contemporáneo), por partidos que son empresas, por votos que se compran o por representantes que suplen el interés público por la ambición personal.

Vivimos una política de extracción, no de construcción. Una que succiona los recursos de la sociedad para distribuirlos entre unos cuantos. Una que mira al espejo y no al ventanal. Una que busca su reciclaje perpetuo a costa de limitar la entrada oxigenante de nuevos talentos a la vida pública.

La política está pervertida por la influencia desmedida del dinero. Éste se ha convertido, al mismo tiempo, en un medio y en un fin. Es el medio que se identifica para entrar en la arena pública, pero simultáneamente es el fin que persiguen muchos de quienes deciden abandonar su posible trayectoria privada.

La cultura mexicana, por ejemplo, está plagada de ejemplos ruines de corrupción: “nadie aguanta un cañonazo de diez mil pesos”, decía Obregón; “¿Dices que fulano es honesto, ya lo pusiste donde hay?” preguntaba, pícaro, Ruiz Cortines; “Un político pobre es un pobre político” aleccionaba Hank González; “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error” decía “el tlacuache Garizuerieta; “haz obra, que algo sobra”. En fin, los adagios que recomiendan el saqueo son interminables.

Esta mentalidad, la certeza de que todos tienen un precio, trajo como resultado el arribo de los peores. Aquellos que buscaban mantenerse en el poder –político o económico- pervirtieron las reglas para garantizar la llegada de personajes de bajo lustre, de escasa o nula formación, de dudosa cultura y de lamentable formación moral. Se sustituyeron a los inteligentes por los listos. A los cultos por los guapos. A los deseables, por los elegibles bajo reglas que garanticen la superficialidad.

La corrupción se volvió no sólo visible, sino cínica; no sólo descarada, sino grosera. Fatalmente, la regla no escrita se convirtió en norma general. Se llegó al extremo de creer que gobernar es billetear. Las fronteras de lo prohibido se diluyeron. Todo es posible. Todo está permitido. Nada se castiga. Todo se olvida.

En este ámbito, la política fue perdiendo lustre: destino seguro para perder prestigio. Por lo mismo, aquellos que lo tienen, le rehúyen.

La kakistocracia es el origen del malestar en la democracia que se presente del mundo árabe a Washington, de Madrid a San José y de Santiago de Chile al DF en México. Las erupciones regionales alertan sobre el cierre de un ciclo que ha conjugado la soberbia de la oligarquía, la crueldad de la tiranía y la bajeza de la oclocracia. La política nunca muere: se reinventa. Llegará el tiempo de la nueva institucionalidad, de la legalidad de la nueva representatividad. El fin de los gobiernos de los peores, y la llegada de los ciudadanos que son, hasta hoy, desconocidos.

noviembre 19, 2013

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