Lo que nunca debí publicar

Fernando Vázquez Rigada.

 

 

El negro Kuri fue un gran amigo de la familia. Era libanés. Era jarocho. Y era, bueno, negro.

 

Eso hacía que tuviera una alegría innata, contagiosa. Pero su veta árabe lo hacía temperamental.

 

Amaba la salsa. Le gustaba particularmente el Gran Combo de Puerto Rico. Vivió de la rumba sus últimos años, gracias a una palapa con grupo en vivo: “Latinos”. Cuando la cosa se ponía buena, el negro hervía de felicidad: asaltaba la tarima. Cantaba. Usaba una botella vacía de peñafiel como flauta.

 

Pero cuando el feroz viento del norte golpeaba la costa del golfo, Latinos se vaciaba.

 

Una tarde de alguna posada navideña fue el caso. Solo estaba ocupada nuestra mesa y alguna más. El grupo tocaba “Las hojas blancas” del Combo. EL negro subió y cantó. Al final se sentó. Observó la pista vacía y rompió en llanto. Dijo:

 

-Qué triste ver este lugar solo.

 

Negro, jarocho y árabe.

 

Otra noche, última del año, puse una canción del Gran Combo, Andy Montañez en la voz: Vagabundo.

 

El coro reza: “Que no se pierda mi hijo, que no se pierda, no”

 

El negro cantaba y lloraba, la mirada perdida en el horizonte.

 

Me reí.

 

Hoy Fernando cumple 18. Significa que entra en la mayoría de edad.

 

Es decir: deja legalmente de ser niño. Física y emocionalmente, dejó de serlo hace un rato.

 

Identifico rasgos míos en él. Sus ansias de vivir. Su ímpetu. Su audacia. Inteligencia por pulir. Generosidad.

 

También veo mi sombra en la suya: la mordida del rencor. La arrogancia. La tendencia a medir poco las consecuencias cuando se atraviesan a un sueño.

 

También, sé que tiene la tentación de esa suerte de purgatorio que es la bohemia y el vino. Camino que, por un lado, le da sentido a la vida pero que, por otro, puede devorarla.

 

Y la ambición: esa que es un motor o una condena.

 

Le llegó su turno. Deja la barrera y baja al ruedo.

 

A partir de ahora, sus decisiones determinarán lo que será. Estaremos, Marcela y yo, siempre con él, claro. Pero esa edad indica que arranca su faena. Hasta aquí, lo vivido fue la nuestra: buena o mala.

 

Vienen las decisiones clave. Qué y cuanto estudiar. Las amistades que fortalecen o destruyen. Los amores que determinan la felicidad. La compañera con quien decidimos andar la vida hasta extinguirla. Elegir entre la virtud demandante de sacrificio o el defecto que invita a la levedad pero termina consumiéndote sin que te des cuenta porque, en tu caída, no cesa de repetirte al oído:

 

-Puedes ser peor.

 

En fin. Comienza su vida.

 

Entenderá que el destino no es otra cosa que las decisiones que tomamos y ejecutamos. Decidir es reflexionar y optar. Por tanto, decidir sin reflexionar es arrebato. Decidir sin ejecutar, ilusión. Ejecutar sin decidir, sumisión.

 

Ahora me gustaría pensar que hice todo lo que estuvo en mis manos para ayudarle a ser feliz.

 

Ese, decía Borges, es el sentido último de nuestra vida. Es cierto, pero agregaría que es ser feliz con los demás, nunca a costa de ellos.

 

Nadie es humano solo y el camino solo tiene sentido si se hace en compañía. Estos días oscuros -escribo tras dos meses de encierro por una pandemia- nos motivan a volver sobre nuestros pasos y a recuperar valores extraviados como la empatía, la solidaridad, la compasión.

 

Uno tiene la obligación de vivir: cosechar sonrisas, triunfos; derrotas y cicatrices; besos y desengaños. Tener la ilusión de incubar sueños y la entereza de desecharlos.

 

Vivir es un oficio que demanda siempre algo: ejercerlo.

 

Me gustaría decirle: mucha suerte. Vive tu vida: jamás la de nadie más.

 

Hoy, cosas del destino, me levanté con ganas de oír al Gran Combo.

 

Haciendo ejercicio llegó la canción: Vagabundo.

 

Me acordé del negro. Me acordé tanto.

 

Y también quise llorar.

 

 

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