Fernando Vázquez Rigada
La gran contribución de Andrés Manuel López Obrador a la historia nacional habrá sido poner a la corrupción como el núcleo de la problemática nacional.
Eso es lo bueno. Lo malo es que se quedó sólo en diagnóstico. El tratamiento fue una falacia que no sólo no resolvió el problema: lo pervirtió.
La corrupción no terminó: cambio de administradores.
Esto prueba que, quizá, Enrique Peña Nieto tuviera razón: es posible que, sí, la corrupción sea cultural. Sus raíces son hondas y vienen de lejos.
En 1558, Felipe II determinó dar liquidez a la hacienda del imperio mediante la venta de cargos públicos menores. A lo largo del siglo siguiente la compraventa se extendió (casi) a todo: altos cargos ejecutivos, jueces, magistrados. Se creó un mercado: los cargos se compraban y revendían. A cambio, la Corona garantizaba impunidad.
En paralelo, corrían la encomienda y la indulgencia. La primera regalaba tierra y personas, con tal de que se convirtieran a golpe de látigo, al catolicismo. La segunda absolvía los pecados a cambio de dinero.
Así coaguló una cultura y una convicción. La cultura: el dinero lo puede todo. La convicción: El que no transa no avanza.
Ni la independencia, ni el Porfiriato —con su estado patrimonialista—resolvieron nada. La revolución hizo algo peor: la institucionalizó. La alternancia, la descentralizó.
López Obrador entendió claramente la ofensa profunda en el alma mexicana. Un país hundido en la pobreza y en la impunidad no podía tolerar más robo.
Pero no hizo nada. En lugar de aplicar la ley, pretendió enfrentar la corrupción con su ejemplo personal.
Y así lo hizo.
Su ejemplo es enaltecer el robo y la ilegalidad. Los escándalos que manchan con mayor frecuencia a sus cercanos son minimizados. Su ejemplo es el mismo de la Colonia: si es para el movimiento, la corrupción no sólo se permite: se bendice.
Para que la gente admita la persistencia de lo ilegal, el presidente hizo dos cosas: vestirse con ropajes de austeridad y repartir dinero. La sensación pública es que la corrupción subsiste pero que, al menos ahora, se recibe algo del botín.
Pero el diagnóstico sigue siendo correcto. La corrupción, como una metástasis, invade todo el cuerpo de la nación. Ahí se origina el abuso, la impunidad, la injusticia.
Combatirla implica tener la voluntad de poner a la ley como el centro de la vida nacional. La cultura se modifica a golpe de ley. Aplicarla es una cuestión de voluntad política. Hay que empoderar a ciudadanos honestos, motivar la denuncia y poner el reflector en actos de corrupción: los grandes abusos, pero también los pequeños actos cotidianos que lastiman a la mayoría.
Es el momento de dar a la gente la certeza de que pueden recuperar a la autoridad respetable, confiable. Que la política es útil. Y que es posible romper la costumbre de robar.
Es ahora o nunca.
@fvazquezrig