Fernando Vázquez Rigada
Se preguntaba Jaime Sabines: si es huérfano el que pierde a un padre, si es viudo el que ha perdido una esposa, ¿cómo se llama quien pierde a un hijo?
¿Cómo llamarlo? ¿Cómo describir su dolor?
México es un país de esas personas. 23, 859 niñas, niños y adolescentes han desaparecido en México durante este sexenio lamentable.
17 cada día.
De ellos, 6,337 no han aparecido y quizá nunca lo hagan. Se esfumaron. No están vivos, no están muertos. Simplemente ya no están.
Esos eran hijos de alguien. Hermanos de alguien. O quizá no. País de huérfanos y de víctimas: eso somos. Una sociedad herida. Con hogares dislocados.
Muchos de los desaparecidos han sido víctimas del crimen. Ellos no reciben abrazos del estado. Son sustraídos y condenados a la esclavitud, al muleo, al sicariato.
Pero muchos no. Lo que completa una radiografía descarnada de lo que somos.
Muchos huyen. ¿De qué? Del horror cotidiano de hogares violentos. De entornos de espanto. No es, entonces, una decisión voluntaria: es un escape como último recurso para poder vivir en paz.
El país se puebla de hogares enfermos o poblados de ausencia. Hay 12 millones de mexicanos que viven en Estados Unidos: dejaron su casa atrás. Hay casi medio millón de huérfanos (que perdieron a uno o a dos padres) por la pandemia. Hay otro medio millón de muertos y desaparecidos en esta guerra interminable contra el narco. Hay millones de hogares con hijas e hijos abandonados.
Un país se pierde cuando deja de importarle el otro.
Este drama viene de atrás y viene de la profundidad. Hay que recomponer a la sociedad: con educación, con cultura, con salud, con empleo, con pensiones. Hay que intervenir en las colonias para resarcir la solidaridad. Hay que atacar de frente al machismo y a la dictadura de la adicción.
Alma Delia Murillo habla de un país donde todos somos hijos de Pedro Páramo. Es cierto. Pero hay otro: el que Sabines, ni yo, podemos nombrar.
El que está perdiendo, cada día, a sus hijos. El que se esfuma junto con ellos.
@fvazquezrig