Fernando Vázquez Rigada
La política del odio carcome la democracia y la libertad en todo el mundo.
Regímenes dictatoriales se han instalado en América Latina. Los populismos erosionan la convivencia en Brasil, Estados Unidos y México. El autoritarismo ha vuelto a Rusia y Turquía. Gobiernos antisemitas en Polonia y Hungría. El neofascismo triunfó en Italia. China ha dado un giro y comienza a revertir muchas de las políticas de apertura económica y se afianza un control uni personal del Estado.
Esta reconfiguración se cimienta en el resentimiento y en la confrontación.
¿Cómo llegamos hasta aquí?
Los liderazgos autoritarios fundan su poder en la inyección de odio en vastas capas de las sociedades. La concordia se ve como un espejismo que esconde la perpetuación de la injusticia y la inequidad. La desconfianza que se inflama desde el poder se extiende gracias a las redes sociales. El mundo digital ha impuesto en nuestras vidas la dictadura del algoritmo. Me explico: lo que vemos en las redes sociales responde a nuestras creencias, preferencias y gustos. Los contenidos son trajes a la medida de lo que creemos, al costo de volver información, argumentos e ideas diferentes a las nuestras, invisibles. Así, las redes nos aíslan del otro: el que piensa distinto. Vivimos en enormes burbujas con barrotes invisibles.
Pero esto funciona porque hay un estado de ánimo de desespero y hartazgo.
El mundo capitalista emergió hacia finales del siglo pasado producto de tres grandes fenómenos: la apertura china, el derrumbe del muro de Berlín y el consenso de Washington que impuso una visión de libre comercio a todo el mundo.
El mundo feliz duró poco para la gran mayoría de la población. La concentración de la riqueza se hizo grosera y arrogante. La preeminencia de la economía sobre la política condujo al control de la técnica. Los tecnócratas llegaron al poder por sus conocimientos, su expertise y su presunta superioridad intelectual. Con ellos llegó también la arrogancia y el desprecio: la tiranía del mérito para decirlo en palabras de Michael Sandel.
Esta combinación partió a las sociedades en dos: entre los que tenían mucho y quienes no tenían nada, por un lado, y los que sabían mucho y quienes sabían poco, por otro.
Las dos partes de las sociedades se dejaron de escuchar. Para la vasta mayoría fue, primero, una desilusión, y, después, una certeza de exclusión, de abuso, que se tradujo en odio hacia los demás, un resentimiento que devoró la confianza y la solidaridad social.
De esas emociones se apoderaron los líderes autoritarios que no resuelven el problema: lo atizan y garantizan su poder a través de fracturar la convivencia social.
Inyectar odio tiene un precio: ya lo hemos pagado antes. Hace un siglo, condiciones similares de desigualdad y exclusión; la arrogancia de los vencedores de la Primera Guerra Mundial y el exceso de los capitalistas desbocados condujo al ascenso del fascismo, el nazismo, el falangismo, el comunismo y el imperialismo japonés. La política del odio nos condujo a los momentos más oscuros de la humanidad.
Desmantelar el autoritarismo implica ofrecer una salida clara a un sistema injusto y desigual. Brindar un nuevo trato a todos aquellos a los que Zigmunt Bauman ha llamado “perdedores radicales”.
Las democracias deben reconstituirse: ofrecer un nuevo trato y un nuevo contrato a millones de desfavorecidos que viven en el resentimiento.
De no hacerlo, habremos perdido a la democracia y a la libertad.
Y quizá para siempre.
@fvazquezrig