Fernando Vázquez Rigada.
El mundo, y México no es la excepción, se debate en torno a la defensa de su libertad.
Existe en todo el planeta un desmantelamiento de instituciones y reglas que garantizaban a las personas la capacidad de elegir, creer, expresarse como nunca antes en la historia.
Esa conquista fue uno de los grandes saldos políticos del siglo XX. De 25 democracias existentes en 1900, al final del siglo había crecido a 120. 62% de la población mundial vivía en libertad.
Pero en este siglo reventó lo que Larry Diamond ha denominado “recesión democrática”: un desmantelamiento de la libertad y la democracia en todo el globo: de Venezuela a Turquía y de Brasil al fracaso de la Primavera Árabe, pasando por la erosión padecida en Estados Unidos e Inglaterra.
México va en el mismo camino. Desde 1977 el régimen fue mutando hacia la democratización. A partir de 1997 las compuertas se abrieron totalmente. Gracias a ello, se han registrado 3 alternancias en el nivel federal y en 27 entidades. Floreció la división de poderes. Los contrapesos. El federalismo. La libertad de expresión.
Mucho de lo logrado hoy está siendo desmontado, en sintonía con lo que ocurre en el mundo.
¿Qué está sucediendo?
La apertura política anticipó un cambio profundo en nuestra forma de vivir. La sociedad global cambió sus aspiraciones, su forma de pensar y sus mecanismos de organización. Luego, la revolución tecnológica transformó nuestra forma de producir riqueza, de organizar nuestras empresas, de comunicarnos, de hacer amigos, citas, de entretenernos, de informarnos.
Por último, un tercer motor se encendió: las fronteras se abrieron. Se fundó la Unión Europea. Se bajó el telón de acero. El mundo se agrupó en bloques comerciales.
Ese contacto humano sin precedentes -vía migración, turismo, negocios, redes sociales- generó un nuevo sentimiento de identidad. El contacto directo y permanente con otras realidades incrementó la necesidad de reconocimiento, de atención, de poseer un lugar propio en el mundo.
La nueva estructura mundial produjo riqueza como nunca antes, pero no se distribuyó. La exclusión y la desigualdad se convirtieron en humillación.
Ahí reside el sentimiento de ira que predomina en el mundo.
Las democracias fueron corroídas, además, por la captura de los grandes intereses económicos. La certeza de que los poderes constitucionales no representaban más el interés público fue el catalizador del estallido.
Hay algo más: el factor demográfico. La mayoría de los ciudadanos no vivieron las limitaciones y el oprobio del autoritarismo.
El muro de Berlín fue derruido en 1989. 49% de la población de Europa tiene menos de 30 años. También, 64 millones de mexicanos: para efectos prácticos, ellos ya nacieron con TLC, democracia, medios libres, internet.
La rabia incubada por la invisibilidad, por la humillación, ha hecho que opten por buscar un camino diferente y es absolutamente comprensible. Ignoran, sin embargo, que la búsqueda por la inclusión, la igualdad, el bienestar, no pasa por la pérdida de libertades sino por su fortalecimiento y ampliación.
Repensar la política implica el desafío de dar dignidad a todas las personas, ofrecerles oportunidades de desarrollo, respeto, dentro de un marco de libertad y participación.
Hoy, gran parte de las personas viven en un riesgo mayúsculo: perder la libertad sin ganar bienestar.
Destruir los sistemas de educación, de salud, de empleo, no soluciona los problemas: los oculta (por un tiempo) y los agrava. Cambiar preparación y empleo por dádivas podrá generar un espejismo de confort, pero socava algo más importante: la dignidad.
La ola populista no está enfocándose en hacer eficiente y justa la nueva realidad: quiere destruirla. Sucede, sin embargo, que no tienen con qué reemplazar lo perdido. Por eso los experimentos truenan pronto. Destruir no implica una construcción.
Dar visibilidad a las personas, prosperidad, dignidad, demanda ensanchar la libertad.
Jamás clausurarla.
@fvazquezrig