Por Fernando Vázquez Rigada.
A lo lejos, recuerdo. Con rabia. Con tristeza. Quizá con estupor.
La historia importa. La cultura enseña. La memoria alerta.
Hay cosas que no hay que decirlas: basta entenderlas.
Van 8 estampas que, a vuelapluma, me asaltan:
-Soy Presidente de México, no vendedor de bienes raíces.
Kennedy le había preguntado cuánto costaba El Chamizal: un poblado mexicano que había quedado del lado norteamericano por el cambio del caudal del Río Blanco. México recuperaría su propiedad en un juicio internacional.
-Somos el trampolín hacia la inmensa alberca que es Estados Unidos.
-El presidente de México.
Un petrolero, insolente, le reviró:
-¿El presidente de México y quién más?
Cárdenas se levantó de la mesa y abandonó la sala. Días después expropió las compañías petroleras.
-El presidente de México no tiene hermanos.
Ruiz Cortines se sumió en silencio. Negó con la cabeza. Con su picardía contestó:
-¿Y si ganamos?
Presentó su renuncia. Incluyó una frase determinante en ella, inconcebible en aquel México abyecto: «con carácter de irrevocable».
Y se fue.
Juárez, el más grande mexicano, hizo dos cosas. La primera: le respondió su carta:
«Es dado al hombre, algunas veces, atacar los derechos de los otros, apoderarse de sus bienes, amenazar la vida de los que defienden su nacionalidad, hacer que las más altas virtudes parezcan crímenes y a sus propios vicios darles el lustre de la verdadera virtud”.
«Pero existe una cosa que no puede alcanzar ni la falsedad ni la perfidia y que es la tremenda sentencia de la historia. Ella nos juzgará».
La segunda acción fue más categórica. Derrotó la insolencia extranjera y aleccionó, finalmente, a Maximiliano: lo fusiló.
Qué pena. La historia ya parece ficción.
@fvazquezrig