Por Fernando Vázquez Rigada
Es este el país de los niños perdidos. No el de una novela de Barrie. Es un libro de historia: la nuestra.
Aquí, en esta tierra extraña y egoísta, nos rodea la injusticia y el maltrato. Ya no lo vemos. Quizá el dolor nos ha anestesiado. Quizá la indiferencia nos hizo presos.
Los datos son escalofriantes. Vergonzosos. Indignos.
Son de la UNICEF: entre 2010 y 2015, cuatro niños mexicanos fueron asesinados cada día.
40 de cada cien, entre los 10 y los 17 años, han sufrido violencia en la escuela.
54 de cada 100 viven en pobreza.
11 de cada cien, pobreza extrema. Es decir: se mueren de hambre y de olvido.
La niñez representa un cuarto de la población de México.
Se trata del segmento demográfico más importante y acaso también el más vulnerable.
Estamos gestando una generación de víctimas o de victimarios, no de ciudadanos. Cuando sean adultos, llevarán en su alma incubado el virus de la violencia, del abuso, de la desdicha.
Estamos sembrando el dolor de mañana.
En esta espiral brutal de violencia, en donde nos ha sido arrebatada la capacidad de asombro, perdemos de vista que permitiendo que se ejecuten a 4 niños al día, estamos ejecutando nuestro propio porvenir. Que si toleramos que las escuelas se conviertan en centros de horror, estamos deformando a nuestros hijos. Que si no somos capaces de alimentar a la infancia estamos condenados a un futuro débil y enfermo.
Porque los sobrevivientes estarán marcados. ¿Por qué? Unos por el odio. Otros por el miedo. Todos por la desconfianza.
Los que sobrevivan al hambre o sean capaces de subsistir en la pobreza, tendrán el derecho de reclamar su abandono, su marginación, su exclusión.
Algún día, en algún momento, nuestra generación deberá verse al espejo y responderse cómo fue posible perder la solidaridad. El decoro. El sentido de comunidad.
Las respuestas serán terribles y definitivas. No deberemos entonces sorprendernos. Seremos el resultado de esta desidia suicida que nos consume.
@fvazquezrig