19/11/2012
El poder transforma. En su mejor connotación, hace que las cosas sucedan. Que los cambios lleguen. Las inercias se rompan. Los intereses se quiebren. En su peor significado, en cambio, corrompe. Transfigura a los hombres: la ovación ensordece. Los reflectores ciegan.
Los dioses griegos, por ello, usaban el poder como vehículo para destruir a aquel gobernante que los desafiaba. Utilizaban una fórmula doble y terrible: hubris y nemesis.
La primera era la forma de hacer que hombre brillantes, preparados, sensatos, perdieran el equilibrio. Para lograrlo, los dioses les inyectaban un virus fatal: la soberbia. En asuntos de poder, el peso de un defecto llega a devorar la energía acumulada de las virtudes. La arrogancia aleja y aísla.
Normalmente, no siempre, la hubris tiene un origen preciso: el éxito. En política no hay nada más peligroso que la victoria. Como el buen vino, su sabor cautiva, pero marea y más: embriaga. Por eso Felipe González suele recomendar a los políticos: “ten cuidado de no morir de éxito”. Muchos presidentes mexicanos tuvieron un primer trienio excepcional y un desenlace fatal. Los más próximos: José López Portillo y Carlos Salinas. Nerón comenzó, con sólo 16 años, siendo un gobernante excepcional, para terminar asesinado tras haber consentido el incendio de Roma, haberse convertido en un represor y convencido de su talento desmedido. Richard Nixon logró una relección apabullante sólo para ser obligado a dimitir. Fidel Castro transformó un gran movimiento social en una cruel dictadura.
Cuando la soberbia se ha apoderado de un gobernante, se llega pronto a los linderos del delirio y se abre la espiral del elogio. El círculo más cercano del gobernante, y cada vez más pequeño, dispara los alcances devastadores de la adulación. Surge así el culto a la personalidad de Stalin, el populismo de Perón o la frivolidad indecente de Berlusconi. El aislamiento en la zona de confort precede siempre a la desfiguración y a la derrota, como sabe Felipe Calderón.
Pero cegar al gobernante con la hubris no es un fin para los dioses: es un medio. El castigo no es para el poderoso, sino para su pueblo. EL castigo verdadero es lanemesis: el pago colectivo de los actos del autócrata. Es el reino conocido y lamentable de la bancarrota, la impunidad, la inmoralidad hecha gobierno. La sentencia conlleva, por tanto, un recordatorio: el pueblo que tolera los excesos, los pagará.
La vacuna contra la hubris es doble: es personal e institucional. Personal: nada como el tiempo y la derrota para forjar a cincel el carácter y conquistar la templanza, la madurez. Clinton y Obama lograron reponerse de dos derrotas aplastantes para reelegirse. Miterrand recompuso el desastre inicial de su gobierno, corrigió el rumbo y gobernó Francia 14 años. Institucional: tener congresos independientes, que revisen las cuentas y auditen. Jueces que castiguen. Medios que critiquen. Sociedades que reclamen. Mantener viva la capacidad de indignación es la fórmula mejor para recordar al gobernante su condición temporal, falible, limitada, en suma: humana.