Fernando Vázquez Rigada.
La democracia está bajo asedio. Lo está en todo el mundo, pero particularmente en América.
Los países más poblados del continente están gobernados actualmente por regímenes con rasgos autoritarios. Estados Unidos y Brasil están bajo la presión de dos populistas de derecha. México, por uno de izquierda. En estos tres países viven 550 millones de seres humanos.
No es, pues, un desafío menor.
A ellos habría que agregar casos perdidos: Venezuela, Nicaragua y Cuba. Otros, que se acercan precipitadamente al abismo: Bolivia, Argentina.
No es, con todo, un fenómeno privativo de América. En Turquía se acaba de anular la elección de Estambul, en un ataque frontal del mandamás Erdogan contra los últimos vestigios democráticos en el país. Sigue los pasos de Putin, pero también de Hungría, la República Checa, Polonia y Eslovaquia. La nota de las últimas elecciones en España no fue el triunfo del PSOE, sino la penetración de la ultraderecha, Vox, en el parlamento, por primera vez desde la muerte de Franco.
La primavera árabe se marchitó pronto. Sólo Túnez mantiene un régimen de libertades desde aquel 2011 prometedor: los demás países, de Egipto a Libia, vieron como los sueños de democracia se derrumbaban aplastados por la anarquía, el fanatismo o los golpes militares.
El desmontaje de la democracia no es, así, un fenómeno local. Es global.
Samuel Huntington llamó a la democratización de la década de los 80´s del siglo pasado la Tercera Ola Democrática. Vivimos una poderosa contraola.
¿Qué ocurre?
Hay un desencanto con la democracia. La emergencia de las transiciones, de Latinoamérica al quiebre de la Unión Soviética, se acompañó de un esfuerzo globalizador y de una agenda más o menos común de reformas: el consenso de Washington.
Esa ola vino a reconfigurar al mundo, pero no fue capaz de poner en el centro del interés público al ser humano. Hubo avances en la generación de riqueza, pero no en su distribución.
La desigualdad se disparó, en ocasiones en grados escandalosos. En Estados Unidos surgió la corriente de los llamados neo conservadores, que radicalizaron la visión de que los mercados debían ser los dueños del mundo: lo fueron en gran medida.
En medio de esa concentración de poder, surgió la corrupción y la captura de los estados: hay no menos de 14 expresidentes enjuiciados por actos de corrupción en América Latina. El PP quebró en España por los escándalos de prevaricación. Berlusconi es cliente de los juzgados italianos.
En todo el mundo se pervirtió a la democracia para instalar la cultura del abuso.
Sin estado, que debería tutelar el interés público, la sociedad quedó en el desamparo.
De manera simultánea surgió una potente revolución tecnológica. Produjo no una transformación cosmética: lo cambió todo.
La sociedad modificó sus formas de comunicarse, relacionarse, entretenerse, producir riqueza, expresarse, informarse.
El ser humano se volvió paparazzi de sí mismo en las redes sociales, haciendo polvo el concepto de intimidad. Los seres humanos leen menos, sostienen menos conversaciones verbales y se reducen los contactos personales, impactando la convivencia.
Las tasas de fecundidad caen en el mundo desarrollado: ningún país europeo, Canadá, Estados Unidos, Japón, Corea ni China cumplen con la tasa de reposición que permite sustituir las muertes con nacimientos.
Las personas optan por vivir solas: en 2011 ya eran 277 millones de adultos en el mundo pero en Japón, por ejemplo, 3 de cada 10 personas viven solas.
El matrimonio pierde calado: en Estados Unidos más de dos de cada 5 matrimonios se romperán, en Francia más de la mitad, en España el 60%. En Bélgica, el 71%. Por lo mismo, como hongos surgen los sitios especializados en relaciones amorosas ocasionales, a la medida de cualquier gusto.
Las relaciones homosexuales se han hecho más visibles y reconocidas con derechos. Cada vez hay más familias monoparentales en el mundo (3 de cada 10 familias en México lo son) y el rol de la mujer se transforma año con año. Los parques del mundo se encuentran cercados, para evitar el contacto de adultos con niños.
En suma: la sociedad cambió, la política no.
No hemos sido capaces de construir una nueva realidad política que conecte con la nueva arquitectura social.
Las personas no se sienten representadas por una sencilla razón: no lo están. Las democracias no fueron capaces de conectar con las necesidades sociales. Fueron inútiles para entender el nuevo tipo de sociedad.
Los populismos al menos verbalizan el descontento. Prometen una vuelta al edén que tiene un costo: suprimir la libertad. A cambio, ofrecen parir un nuevo contrato social. No lo lograrán, por su afán simplificador y su ánimo polarizante.
Pero, cuando fracasen, ¿Qué seguirá?
@fvazquezrig