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La Política del Odio

05/03/2012
En su nuevo libro, “Calderón de cuerpo entero”, Julio Scherer relata una anécdota central. Gustavo Carvajal, ex presidente del PRI y a la sazón diputado por ese partido, construye una buena relación con Felipe Calderón. En algún momento, para afianzarla, le regala una caja de puros de San Andrés. Al entregársela, Calderón estalla y se ofusca. Maldice. Le espeta al veracruzano: “yo no puedo recibir nada del PRI. Mi padre me enseñó a odiar a los priístas”.

A este recuerdo se suman los hechos que han corroborado esa visión: el supuesto juramento ante la tumba de su madre en el sentido de que jamás entregaría la banda presidencial a un priísta. Su afirmación a su círculo cercano de que no estaba dispuesto a pasar a la historia como el Zedillo del PAN. La virulencia de su personero, Germán Martínez, siendo presidente del PAN, para intentar ligar al tricolor con el narco.

A esta cadena de hechos se suman dos recientes: el deslizamiento de una encuesta, plausiblemente manipulada,  en su encuentro con consejeros de Banamex y la declaración del sábado pasado contra el ex gobernador de Michoacán, Leonel Cota.

La política del odio conduce siempre a la polarización y ésta, al conflicto. Inyectar rencor a un electorado temeroso, harto y hambriento es una fórmula infalible para acercarnos a un conflicto social.

La democracia demanda imparcialidad y templanza de todos los actores políticos, pero particularmente del jefe de estado. Por serlo, no puede, no debe tener amores ni odios. La tentación de desbarrancar al adversario, visualizado como enemigo de la nación, implica la posibilidad de reventar la elección y, con ella, la estabilidad del país.

Las tendencias electorales anticipan que la contienda será reñida, pero indican también que, al menos por el momento, hay un claro liderazgo: el de Enrique Peña Nieto. No aceptar la realidad, tratar de modificarla a la mala, intervenir aún a costa de la ley, es un riesgo inminente que alerta sobre sus graves consecuencias.

Los grandes colapsos nacionales, no olvidarlo, se han presentado siempre que la población percibe que el cambio político es imposible de manera pacífica. Así ocurrió en la independencia, en la reforma o en la revolución.
Una semana antes de la muerte de Luis Donaldo Colosio, Manuel Camacho deslizó a los medios una frase sibilina, enigmática, al anunciar su declinación definitiva, hecho bolas el país por los juegos palaciegos del presidente Salinas:
-Quiero ser presidente de México, pero no a cualquier costo.

Felipe Calderón deberá entender algo similar. Su misión como presidente es velar por la gobernabilidad y la concordia. Su deber constitucional y político es garantizar que la democracia tenga raíces hondas y fuertes.

Los hombres de Estado no pueden tener odios. Eso lo han entendido lo mismo el Rey Juan Carlos, que Mandela o Patricio Aylwin.  La grandeza de una nación reside en la grandeza de sus liderazgos. Un ingrediente de la responsabilidad política es, precisamente, entender que el poder no puede mantenerse a cualquier costo. Por encima de la elección está la República. Más allá de los afectos personales habitan las preferencias de la nación.

Pero hablamos de Calderón. Y eso es lo que provoca escalofríos.

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