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LA SALUD Y EL PODER

13/02/2011

La salud de un Presidente, ¿es un asunto público? Ciertamente. Por ello, los diseños constitucionales de todo el mundo prevén las salidas legales necesarias para enfrentar situaciones de incapacidad, parcial o permanente, e incluso de desaparición física. Los supuestos atienden a un criterio básico: la medida en que la enfermedad afecta la capacidad de gobernar del titular del Ejecutivo.

En el mundo, ha habido diversos personajes que han debido enfrentar crisis de salud estando en el poder. Woodrow Wilson sufrió una trombosis mientras estaba en el cargo. Dwight Eisenhower padeció un infarto severo que lo inhabilitó temporalmente para conducir los destinos del país. Richard Nixon tuvo que ser internado por una flebitis. Ronald Reagan fue intervenido de emergencia tras sufrir un atentado.

Más allá de los Estados Unidos, existen infinidad de casos de líderes que han debido enfrentar la enfermedad en el ejercicio del poder. Adolfo Hitler estaba sometido a severos tratamientos médicos a base de morfina durante su dictadura, igual que John F. Kennedy, quien se sabe ahora era adicto a las anfetaminas. Georges Pompidou padeció cáncer de huesos durante su presidencia. La locura senil de Mao Tse Tung fue ocultada al público por años. Francisco Franco y Josip Broz Tito padecieron largas agonías, sobreviviendo con vida artificial, hasta que se resolvieron sus sucesiones.

Los Doctores Robert Robins y Jerrold Post, de la Universidad de Yale, en su libro “Cuando la enfermedad golpea al líder: el dilema del rey cautivo”, encuentran que en los casos de incapacidad, es el entorno quien en los hechos gobierna los destinos de las naciones.

La historia mexicana no es muy diferente. En la historia moderna de México, varios Presidentes han sufrido algún tipo de enfermedad aunque ésta, en ocasiones, se ha mantenido oculta al escrutinio público. Adolfo López Mateos padecía severas migrañas que lo incapacitaban por días. Existía una habitación en Los Pinos, sellada del ruido y la luz, para atenderle. En sus agonías, Gustavo Díaz Ordaz, Secretario de Gobernación, asumía el mando del país.

Miguel de la Madrid Hurtado ha revelado en sus memorias que sospechaba  del equilibrio emocional y mental de dos Presidentes. Recuerda que Luis Echeverría, hacia el final de su mandato, se quedaba dormido en las reuniones y que su entorno más íntimo lo presionaba a altas horas de la madrugada hacia la radicalización autoritaria. José López Portillo le confía el 3 de septiembre de 1982, dos días después de anunciar la nacionalización de la banca, que teme que a él, a Don José, le ha tocado la responsabilidad de desatar la Tercera Guerra Mundial, el holocausto final de la humanidad.

Vicente Fox fue intervenido quirúrgicamente de la espalda y debió ceder, por horas, el mando del país a su Secretario de Gobernación, Santiago Creel. Su ingreso hospitalario coincidió con la crisis de Irak siendo México miembro del Consejo de Seguridad de la ONU. Durante su mandato, corrieron diversas versiones sobre la dependencia del Presidente al prozac, un poderoso antidepresivo. Cuando investigadores periodísticos solicitaron la información a Los Pinos bajo la ley de Acceso a la Información, ésta fue reservada.

Como se ve, el tema de la salud de los gobernantes ha sido ampliamente tratado en el mundo. La pregunta que hiciera al aire Carmen Aristegui sobre el estado de salud del Presidente Calderón y su relación con el alcohol es pertinente en la medida en  que atiende a un tema que involucra la capacidad de conducir los asuntos públicos del titular del ejecutivo. Una dependencia hacia el alcohol limitaría, en su caso, seriamente su profundidad de juicio, su lucidez,  su templanza y, en última instancia, su capacidad de gobernar.

Si el Presidente tiene un problema de salud con el alcohol, este no es un asunto privado, en tanto que afectaría, quizá decisivamente, acaso temporalmente, su habilidad para ejercer la jefatura del Estado.

La relación entre el poder y el alcohol no es nueva, ni en México ni en el mundo. La mayoría de los líderes Soviéticos, particularmente Kruschev y Breshnev,  fueron bebedores empedernidos. Winston Churchill tomaba su primer Whisky a las 8:30 de la mañana y seguía bebiendo hasta la tarde, cuando cambiaba a champagne. Richard Nixon solía beber en la soledad de la Casa Blanca hasta altas horas de la noche. Hablaba a sus colaboradores y ordenaba bombardeos, persecuciones o maniobras políticas descabelladas. Era un entendido que no se debía atender esas órdenes presidenciales. George W. Bush cuenta en sus memorias cómo se rehabilitó de su alcoholismo antes de iniciar su carrera política.

En México, Victoriano Huerta fue un alcohólico consumado que murió de cirrosis. Se sabe que Adolfo López Mateos era afecto a la bohemia, al igual que el propio Miguel de la Madrid. En ninguno de estos últimos, sin embargo, se escalaron las versiones públicas en las dimensiones de una adicción.

En el caso del Presidente Calderón, las versiones sobre su supuesto problema con el alcohol son públicas. Las referencias publicadas no son pocas ni de periodistas menores: José Cárdenas, Rafael Loret de Mola, Marcela Gómez Zalce, Juan Henríquez, y ahora Carmen Aristegui han abordado el tema sin haber respuestas categóricas de la casa presidencial. Anabel Hernández en un libro publicado en noviembre del año 2008, “Los Cómplices del Presidente”, documenta la construcción de un bar-lounge en el sótano de la residencia Miguel Alemán de Los Pinos y publica versiones sobre la supuesta afición del presidente a la bohemia y el alcohol.

A la fecha, es cierto, no existen datos duros que permitan confirmar estas versiones y difícilmente los habrá. La primera y casi única reacción pública de la casa presidencial fue la del Secretario Particular de Calderón, Roberto Gil Zuarth, quien afirmó que el Presidente goza de cabal salud.

La diferencia sustantiva que se ha dado a los temas de quebrantos en el bienestar de los hombres de poder pasa por varias coordenadas. En los sistemas autoritarios, los episodios de enfermedad permanecen en la oscuridad. Un telón de silencio envuelve a los padecimientos bajo la premisa que el jefe de Estado no es un hombre de carne y hueso sino una semi deidad. Para proteger la secrecía, se recurre a todo: a la censura, a la cooptación o a la represión. Los mecanismos palaciegos de poder suplen la ausencia del gobernante y se forman, entonces, gobiernos de facto.

En los regímenes democráticos, la información es pública por ser de interés nacional. Se activan mecanismos institucionales que permiten mantener la estabilidad, el orden y la gobernabilidad dentro de una normalidad democrática. En este escenario, se calibran con precisión los alcances que la incapacidad puede tener sobre los asuntos públicos del país. En esta medida, se impide que una camarilla se apodere de los procesos de toma de decisión para los que no fueron electos.

La enfermedad del líder es una hipótesis humana, racional y latente. El problema no es ese: es la forma cómo se atiende un problema que puede afectar a millones. La incapacidad puede ser abordada desde un esquema autoritario, represivo y de negación. O puede ser abordado con transparencia para apuntalar a las instituciones democráticas en su conjunto.

Eso es lo que está en juego en México.

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