Por Fernando Vázquez Rigada
Hay momentos que quedan inscritos para siempre en la historia de la infamia. Son aquellos que nos hacen paladear el amargo sabor de la traición. De la sicuta. Del desengaño.
Soy un melómano. Mi vida es música. Antes que hombre, fui acorde.
Cuando supe que iban los Van Van a México, de inmediato convoqué a un escuadrón jarocho/chilango, hice reservaciones en Mama Rumba y nos alistamos. Al grupo habanero lo he seguido por, al menos, dos décadas: desde que mi padrino, Salvador Ibargüen, me introdujo en el mundo fascinante del songo. Lo tengo todo: sus discos. Videos. Playeras. Martiricé a un mozalbete por meses hasta que me consiguió uno de sus últimos discos, incomprable en México, Estados Unidos ni Canadá. Pedí a mi segundo que fuera de avanzada a la Habana -que visitaríamos para montar una expo de Veracruz- porque -oh Dios, gracias- los Van Van tocaban en la Habana, salón Galiano, la noche de nuestra llegada oficial. Misión: asegurar mesa. Me he sumergido en las corrientes pantanosas de la piratería para conseguir lo que alguien ha grabado en vivo y ha puesto a la venta (!FBI, detenedme ya!)
Llegamos, pues, al Mama Rumba. Mi esposa con férula en el pie. Zapato bicolor, yo. Como mandan los cánones, carajo.
Tapón en la entrada y cadenero inflexible. Exigía consumo mínimo y nosotros, mesa. No había acuerdo y el lugar se llenaba. Un camarada -cuyo nombre omitiré por él gozar aún de las mieles de la segunda alternancia- llegó de manera oportuna.
-¿Cuál es el problema?
Responde el cadenero, sin poner su mirada en nosotros sino en el horizonte, el puño en el metal que divide el purgatorio del cielo.
-Tanto de consumo por mesa.
– Mándanos cinco botellas, para empezar. Reviró el camarada con esa firmeza de los tipos-que-saben-lo-que-quieren. !Magia! Se derrumba la cadena. Vamos pa adentro.
Ahí estaba, junto a la mesa: en persona. Rastas. Lente oscuro en cuarto oscuro. Negra la piel, blancos los dientes y la ropa: Mayito Rivera. Entonces uno de los cuatro cantantes de Van Van. Platicando con unos amigos. El paraiso mismo.
Comienza el concierto. Explosivo. De locura. La pista hierve. Ebulle la sangre. Bailo, saco mis pasitos domingueros, canto, grito. Bailo solo, Marcela imposibilitada por su lesión. Mi camarada pide más botellas. No importa, ya. ¿Pa qué trabajó uno, chingao?
Bailo más. Un fedallín junto a mí reta mis habilidades bailando con dos mujeres al mismo tiempo. Error craso. Jamás retar a un jarocho en su terreno.
Me acerco a mi mesa. Más hielo al vaso. Sirvo ron…y entonces la siento. Algo hiela la sangre. Desata el escalofrío. Seca el paladar. Es la mirada de mi esposa. Filosa. Penetrante. No me queda más remedio y, con gallardía, volteo. Cinco palabras secas me abofetean:
-¿Ya te vas a sentar?
Hay momentos que definen la vida. Los que no permiten medias tintas. Sé es o no. Punto. Son los que nos señalan para siempre. Los que el espejo no perdona.
Toda la dignidad se juega en un segundo. Respondo, viril:
-Sí. Cuando se acabe el concierto -camino tres, cuatro pasos. Volteo para el estiletazo final-: Nadie viene a ver a Los Van Van para estar sentado.
¿Así o más clarito?
Termina el concierto en una apoteosis de trombones, violines, timbales. Estoy resignado: me tocará desayunar sopa de trompa. El perdón me costará. ¿Cuánto? Ya veremos.
A la salida, ocurre el milagro. Ahí están. Dos suburbans. Puertas abiertas. Negros, mulatos, subiendo. Y solo, frente a mí, Robertón, otro de los cantantes de Van Van. El de La Cabeza Mala. El negro Guayacán. El que antes fue vocalista de Pachito Alonso.
Es, sin lugar a dudas, el destino. ¿Quién más? Encuentro histórico. La Habana y Veracruz se funden. El sonero y el charro negro, solos, en la penumbra de la noche.
Le pido una foto. Amabilísimo, accede. Me identifico como vanvanero. Le recuerdo una noche del 2004 que coincidimos como clientes en el Gato Tuerto de la Habana, donde cantamos boleros.
Sonreímos y posamos.
Mi esposa toma la foto inmortal.
Me despido, la emoción enredada en la garganta. Ha sido una noche redonda.
Ya en el carro le pido a Marcela:
– !Déjame ver la foto!
Sonríe. Saca su celular. La busca. Se sorprende. Alza las cejas y encoge los hombros. Espeta:
-!Uy! La borré.