Fernando Vázquez Rigada
—¡¡Muera la inteligencia!! ¡¡Viva la muerte!!—le espeta a Miguel de Unamuno el general falangista Millán Astray en la Universidad de Salamanca.
Era 1936. No lo sabían, pero eran los últimos meses de vida de la libertad en España.
Hay un ataque sistemático a la formación de conocimiento en México. Al pensamiento universal. A la crítica intelectual.
Comenzó con la intentona de suprimir las autonomías a las universidades públicas. Luego la propuesta de recortes presupuestales. El desmantelamiento del Conacyt. El desprecio a los posgrados en el exterior. Los ataques contra el CIDE, el ITAM y la persecución penal de científicos.
Ahora la UNAM.
El presidente quiere hacerle al país una lobotomía.
La educación pública es, acaso, la más grande contribución de la revolución a la vida nacional. Las semillas de la UNAM se siembran en su víspera: Justo Sierra impulsa su apertura en septiembre de 1910, dos meses antes del estallido que desencadena Madero.
La creación del sistema público educativo saca del analfabetismo a más de 9 de cada 10 mexicanos: la herencia más lamentable del Porfiriato.
Vasconcelos imagina una nueva nación gracias a la potencia de la cultura y el conocimiento, que liberan al ser humano de la peor de las cadenas: las mentales.
Él, Vasconcelos, hace que Orozco, Siqueiros, Rivera, llenen de color los muros fríos y grises para que sean la memoria de la épica nacional. Abre cientos de bibliotecas en todo el país, con el afán de que los usuarios roben su contenido: quien roba un libro lo hace para leer.
El presidente Obregón se burla de él: ¿Para qué abrir bibliotecas si la gente no sabe leer? Porque algún día sabrán y deberán leer lo mejor, revira el secretario de Educación.
Luego viene la autonomía universitaria. El libro de texto gratuito, y la creación de un sistema nacional cuyo núcleo es la UNAM.
Ese sistema es el crisol de la identidad nacional. Ahí nos conocemos los mexicanos de todas las regiones que, antes, nos recuerda Carlos Fuentes, solo nos encontramos bajo el fuego de los ejércitos revolucionarios que hermanan al norte y al sur.
En la universidad confluyen todas las regiones del país y todas las clases sociales. Por ella, en ella, las y los mexicanos aprendemos a convivir y a respetarnos. También, sí, a discutir y a disentir. A imaginar juntos una vida mejor: por eso las clases medias germinan en sus salones, gracias a la formación de conocimiento y valores que se moldean bajo cátedras de todas las tendencias.
Es una pena que alguien que dilató 14 años en recibirse no haya terminado de conocer a la UNAM.
El resentimiento ciega. Impide ver que, de ahí, han egresado los 3 premios nobel del país, 8 presidentes de la República. Cineastas, científicos, técnicos: lo mejor del país. 350 mil alumnos estudian en sus preparatorias, 127 licenciaturas y 41 posgrados.
El ataque frontal a la excelencia académica, a la creación y al conocimiento, pretende recluir a México en la mazmorra de la ignorancia, la uniformidad y la sumisión.
Igual que Millán Astray, que Stalin, que Mao o Castro, la nueva nomenklatura morenista grita “¡muera la inteligencia!”
Pero ésta nunca muere. Por eso el propio Vasconcelos dijo al presentar la frase distintiva de la UNAM, “Por mi raza hablará el espíritu”:
—La acuñé para significar que desertábamos de una larga noche de opresión.
El gobierno de los ignorantes concluirá. Cuando eso ocurra, y persista la inteligencia y la reconciliación, nos veremos otra vez en las aulas y diremos, como Fray Luis de León el primer día de su cátedra tras años de encierro por la Inquisición:
—Decíamos ayer…
Porque la enseñanza no cesa aunque se encierre a los maestros. La noche siempre termina. Y amanece la libertad.
@fvazquezrig