22/07/2013
El PAN y el PRD están impulsando una reforma electoral como condición indispensable para continuar con el pacto por México: un instrumento vital para el país.
La demanda de las oposiciones reside en la necesidad, real y urgente, de incrementar la calidad de los procesos electorales en todo el país. Uno de sus énfasis ha sido en la necesidad de incorporar la segunda vuelta electoral en las elecciones presidenciales.
La segunda vuelta proviene del modelo electoral francés que ha permeado en la mayoría de los países latinoamericanos con diversas modalidades. Implica que si no se obtiene una mayoría determinada (del 40% o más) se realiza una segunda votación entre los punteros. Los defensores de este sistema para México aluden a que inyecta legitimidad a quien llega a la presidencia, por tener una mayoría clara sobre su competidor y que promueve las negociaciones entre partidos.
La pregunta central es si estos son los problemas centrales del sistema electoral en México. A mi juicio, no.
En la era de la democracia electoral mexicana (de 1997 a la fecha) se han elegido tres presidentes, de los cuales, sólo uno ha sido cuestionado en su legitimidad: Felipe Calderón. La legitimidad de Calderón se erosionó no por el resultado, sino por la intervención abusiva del estado en su favor. Si hubiera habido segunda vuelta, es posible que Calderón hubiera vuelto a ganar y hubiera vuelto a ser cuestionado en su legitimidad.
La enfermedad central de las elecciones en México no es lo ajustado de los resultados, sino la sensación de inequidad que prevalece en la sociedad. Mientras no se reduzca el peso del dinero en la contienda, podrá haber dos o cien vueltas y no se acabarán los conflictos poselectorales.
Lo mismo ocurre con la intervención de agentes en el proceso electoral, sean gubernamentales, fácticos o ilegales.
Hay un tema residual en este debate: la calidad de perdedores que hay en México. Francisco Labastida perdió en el 2000 por 6.4% y concedió la elección. Andrés Manuel López Obrador perdió en 2012 por 6.6% y alegó fraude. En el 2000, AMLO ganó a Santiago Creel la jefatura de gobierno por 0.9% y obtuvo sólo el 34.5% de los votos, pero ahí la elección, a su juicio, fue democrática. Ningún sistema garantiza que haya buenos perdedores, salvo la certeza mayoritaria de que las elecciones son justas.
La segunda vuelta puede generar mayores tensiones al país e incentivar la polarización. Puede alentar la negociación, pero también (y más probablemente) el filibusterismo. Genera una mayoría vaporosa y efímera: estrictamente electoral. Incrementa notablemente el gasto. Alarga los procesos electorales. No resuelve el tema de la legitimidad en sí misma.
La verdadera reforma electoral de fondo tiene que ver con las barreras al dinero, con la independencia y profesionalización de los órganos electorales, con una mejora sensible a la equidad y con dejar atrás el afán de regularlo todo.
El PAN y el PRD quieren hacer una reforma a la medida de su capacidad de competencia electoral. Pero México ya no necesita trajes a la medida de los partidos, sino partidos a la medida de la sociedad.