Fernando Vázquez Rigada
El mundo está sumergido en un profundo cambio de valores. Vivimos la era no sólo de la incertidumbre: también de la desorientación.
La incertidumbre ahoga la tranquilidad de los ciudadanos globales. Vivimos bajo la dictadura de la ansiedad. Lo único previsible es lo imprevisible. Atestiguamos el retorno de las guerras. La vuelta de las dictaduras. La dilusión de la democracia.
El mundo vuelve a ser multipolar. Grandes autocracias desafían a occidente: China, Rusia, Irán. Observamos pasmados la vuelta del fascismo: consternantemente en Estados Unidos, pero antecedido por Italia (en el poder), Alemania, Hungría, Polonia, Suecia y Francia que han visto crecer los movimientos de ultraderecha. En medio queda un bloque cada vez más pequeño de democracias plenas: sólo Canadá en América, los países occidentales europeos, los peninsulares escandinavos y Australia.
La democracia parece batirse en desprestigio global.
¿Por qué? ¿Hay algún virus de la locura que inocula a la población mundial?
No tanto.
Desde el derrumbe soviético en 1991 a la fecha, mucha agua ha pasado bajo el puente.
La democracia no trajo libertad plena ni mucho menos prosperidad. Hubo tres momentos clave para su desprestigio.
El primero fue el 11 de septiembre del 2001. Si un estado —ojo, México— no puede brindar seguridad a sus ciudadanos, no sirve de nada. La sobrerreacción bélica de Estados Unidos vino a mostrar los límites de su poder. Apenas con Biden pudieron salir —y mal— del berenjenal de Iraq y Afganistán. Peor: adentro, la reacción fue un recorte de libertades para los ciudadanos, bajo la Ley Patriótica.
El segundo momento fue la crisis financiera del 2008. La tiranía de la tecnocracia se vino abajo como un castillo de naipes. Peor: la corrupción descarnada fue expuesta a los ojos del mundo. Más que democracias, lo que se instaló en los centros de mando fue una plutocracia: una mezcla de intereses políticos y económicos mezclados, insensibles a la precariedad social. Se permitió desmantelar regulaciones y convertir a la banca en un casino mundial, en donde los que perdían eran los ahorradores y los que ganaban, los banqueros.
A partir de ahí, el cambió se celeró en todo el mundo. China se cerró. Rusia consolidó el sueño imperial de Putin. Las frágiles democracias del este europeo cayeron bajo el embrujo populista. Inglaterra abandonó la Unión Europea. En 2016, Estados Unidos cedió a la retórica de Trump. Dos años después vino México y pronto la India.
Y llegó el COVID.
Las restricciones a la vida social, a las libertades, a los derechos, colmaron la paciencia de la gente. No había mucho que hacer. Pero ya el grado de hartazgo implicaba no quien la había hecho sino quien la pagara. En el río revuelto, muchos pescadores hicieron su agosto: opacidad, represión de opositores, extensiones de mandato.
Y con el retorno de los duros llegó la desorientación. Los derechos humanos están devaluados. El estado de derecho, también. Vuelven los machos. Los prohibicionistas. Los demagogos. La vulgaridad está de moda.
Este ambiente revuelto, cosas de Herodoto, recuerda el status del mundo en la década de los treinta del siglo pasado. El mundo partido en cuatro: comunistas, fascistas, demócratas y subdesarrollados. Autócratas con gran respaldo social buscando su rebanada de pastel. La economía en constante penuria. Un desprestigio (casi) general de la política tradicional. La guerra como medio válido para resolver controversias.
Mal augurio.
Ese caldo nos llevó al peor cultivo de la historia humana.
Ojalá lo podamos evitar.
@fvazquezrig