18/04/2010
El rostro cruel de la violencia vuelve a nublar la vida nacional. La certeza de que nos encontramos desprotegidos ante la embestida del crimen hace que el ciudadano comience a dudar ya no sobre la eficiencia del Estado, sino sobre la capacidad de la democracia para darnos tranquilidad.
Las cifras novísimas del gobierno mueven al escalofrío: son casi 23 mil mexicanos los ejecutados en tres años de gobierno de Felipe Calderón. La guerra mexicana se ha convertido en una hemorragia doble: de vidas y de esperanzas.
Por un lado, las cifras hablan de una conflagración que supera los caídos en Irak, los muertos en la última guerra de Gaza o que registra cerca de la mitad de las bajas americanas en la guerra de Vietnam. Peor: el número de civiles, un sofisma para llamar a víctimas inocentes, muchos de ellos niños y mujeres, jóvenes, se incrementa aceleradamente. El daño colateral de la escalada de violencia son los derechos ciudadanos, que se van mermando por parte de los dos bandos. El hampa controla territorios, administra empresas, censura medios. La bota militar persigue como sabe hacerlo: sin laparoscopía. Las policías no se profesionalizan.
Pero hay también una hemorragia de esperanza. La sociedad mexicana está sometida a un fuego cruzado: el de las balas y el de la certeza de que esta lucha no tiene rumbo, ni objetivos, ni fin concreto que perseguir. En este caldo de cultivo se cuece el retorno de los duros. El desencanto democrático permea, amenazando el frágil avance de la alternancia. En el imaginario colectivo, el pasado era mejor. Ante los resultados miserables, la conclusión ciudadana es equivocada pero entendible: la democracia mexicana no ha dado para comer, no ha otorgado seguridad, no ha fructificado en nuevas y mejores instituciones.
El reclamo de desandar el camino puede desbordarse y coagular en una gran convulsión social. Si el Estado no es capaz de brindar desarrollo, estabilidad ni seguridad a las familias, entonces hay que desecharlo y buscar otra cosa.
El Estado Mexicano cometió el error, similar al de Donald Rumsfeld en la guerra de Irak, de llamar a esta cruzada guerra. Las guerras tienen simbolismos precisos. Se ganan o se pierden. No hay medias tintas. Se sintetizan, además, en imágenes indubitables: César en Roma, Napoleón en Moscú, el Ejército Rojo en el Reichstag, un pelotón de marines alzando la bandera en Iwo Jima. Aquí no habrá, no puede haber, nada semejante.
Esta es una guerra que el Estado no puede ganar. Puede, y eso sería un triunfo, administrar y volver a poner bajo control una realidad oscura y cruel. Puede generar gobernabilidad sobre el caos actual. Puede acotar los espacios de actuación del hampa. Pero no habrá imágenes que sinteticen un triunfo y no habrá forma de hacer desaparecer el crimen. Por eso es una guerra que no se puede ganar.
Pero esta es, también, una guerra que el Estado no puede perder. Hacerlo sería conducirnos a la fundación de un paraestado. Con todo, cada vez que ejecutan a un niño, cada vez que sicarios son capaces de entrar a una universidad, irrumpir a una fiesta, romper la tranquilidad de un hogar, el Estado pierde.
En este fuego cruzado, una de las víctimas potenciales puede ser la democracia. Endeble, enferma, pero democracia. De suceder, de darse un derrumbe democrático, la victoria del Estado Mexicano, la nuestra, sería total. Ya no habría victoria posible, aunque se acabara con todos los cárteles del país