16/01/2011
El atentado contra la congresista Gabrielle Gifford en Arizona hace nuevamente vigente la profecía de Octavio Paz: a toda violencia física antecede la violencia verbal.
Lo ocurrido en Arizona debería alertar a México sobre los riesgos de desbocar la política y apostar por el rencor. Gifford fue señalada por los ultraconservadores de los Estados Unidos como una enemiga. Es pro migrante. Es liberal. Y es demócrata. Con esas credenciales, desde los talkshows, desde los panfletos de los tea parties, desde las redes sociales se pretendió acabar con su carrera, con su reputación, con su activismo. Sara Palin la ubicó en un mapa que publicó en su página web en donde se enfocaba el nombre de la congresista con una mira telescópica de un arma de alto poder. Cuando los resultados de la guerra sucia se evidenciaron infructuosos, cuando fue claro que por la fuerza de los votos no se le podía eliminar de la vida pública, alguien, un perturbado, decidió proceder a su eliminación física. En su mente, lo hizo como un acto de patriotismo, como una respuesta a un llamado público para garantizar la permanencia del sueño americano.
Hay varias lecciones que aprender.
Las palabras distinguen al ser humano del resto del reino animal. Las palabras confortan o hieren. La política tiene un lenguaje propio de alto impacto. Los efectos de la palabra pública, del lenguaje de la política, se extienden a todo un cuerpo social. El lenguaje de un hombre de poder puede movilizar a grandes esfuerzos nacionales (Kennedy), a inmensos sacrificios (Churchill) o a actos de vileza extrema (Goebbels).
La política no mata, pero genera las condiciones para que alguien lo haga. El envenenamiento de la atmósfera pública genera la radicalización y, dentro de grupos particulares, conlleva a su fanatización. Cuando esos ingredientes se mezclan con condiciones sociales de inestabilidad, crisis y desventura, favorece el camino a la confrontación física. El adversario se convierte en enemigo y la campaña electoral en conflicto bélico. Nadie, salvo Mario Aburto, jaló el gatillo en Lomas Taurinas, pero hubo una atmósfera pública enrarecida que, quizá, lo impulsó.
Las reacciones públicas son fáciles de desatar, pero son difíciles de contener. Es sencillo arrancar un movimiento social. Lo difícil es gobernarlo. Las cicatrices de la polarización del año 2006 aún están presentes en la sociedad: en una izquierda aislada, en grupos radicales que no admiten a los poderes constituidos y en poderes constituidos que cada vez más deben recargar su legitimidad y permanencia en la fuerza de las armas.
Apostar por una política del todo o nada no solo es irresponsable: es peligroso. El primer círculo panista está dispuesto a repetir la fórmula con la que despeñaron a López Obrador en 2012. Hay dos inconvenientes: México no es el del 2006 ni el PRI es López Obrador. No analizar las condiciones objetivas de la coyuntura puede conducir al país a momentos lamentables.
La palabra más difícil de pronunciar para algunos irresponsables es: «perdimos». Hay políticos, sobre todo aquellos que son pequeños, que olvidan que en política nadie muere…hasta que se muere.
México se dirige hacia la elección presidencial en un contexto de descomposición: 34 mil muertos, carestía, pérdida de valores y la certeza de que la clase política es inservible. Apostar por la confrontación es jugar a la desintegración. Hacerlo en un país deprimido y armado es un suicidio.
Los tambores de guerra se oyen a lo lejos. Los radicales de los partidos están tomando posiciones para desatar una guerra global en 2012 en donde no habrá recato en utilizar cualquier tipo de arma con tal de desbarrancar al adversario.
Hace falta un golpe de timón y convocar a un pacto de reconciliación antes de la elección. No se ve, sin embargo, quien esté dispuesto a conducirlo. El Jefe de Estado es jefe de partido, el gabinete federal es en los hechos inexistente y los Gobernadores se han convertido en los administradores de pedazos de país.
El actor posible es la sociedad civil, gran mayoría silenciosa que es, por lo mismo, quien más tiene que perder.
El juego de convocar las palabras de la muerte sigue su escalada de esquizofrenia. Hasta que el juego deja de serlo.