Por Fernando Vázquez Rigada
Hay vida abajo. No cabe duda. Se siente su latido. Su respirar.
Hay vida abajo, y no de los escombros de concreto. Ni del adobe hecho polvo. Ni de los puentes derruidos. Ni del hierro retorcido.
Ni de las ciudades que lloran.
Hay vida abajo tras estos años: tristes, dolorosos. Que llaman a la desesperanza. A la desolación. A las ganas de tirar todo y marcharse.
Hay vida, no cabe duda, tras los 210 mil cadáveres ajusticiados por el odio en la última década. Bajo los recuerdos de 28 mil que se esfumaron sin dejar rastro: solo lágrimas. Son los que un día salieron de su hogar y no volvieron. Vida, bajo esta impunidad.
He visto un país por cuyas venas corre sangre, caudalosa. Que no se conforma. Que enfrenta su desventura y no admite que se abra y se lea su testamento.
He visto una nación que desbordó las calles para ayudar al otro. Que encontró ahí, en la tragedia, a sus marinos, a sus soldados, a bomberos, a funcionarios que, todos juntos, buscaban atemperar el dolor, ganarle una partida a la muerte, recoger la bandera.
Me ha quedado la certeza de que toda la calamidad de estos años dolorosos y tristes podrá superarse si esta marea se mantiene. Si el sentido de esta urgencia se prolonga. Si somos capaces de entender que nadie puede derrotarnos: solo nosotros mismos.
Vi en las calles de la ciudad cientos, miles, millones de autores potenciales que pueden, ojalá y quieran, escribir una nueva historia mexicana. Los mismos que escribieron la cronología del cambio cívico y, pese a todo, positivo: los del 1968, del 1985, del 1997, del 2000.
Los vi, estuve con ellos. De vuelta a casa, bajo esa amargura en la boca, bajo esas ganas inmensas de llorar, así, a lo lejos, percibí ese destello y me dije, en voz muy queda, hablándome a mí mismo:
-Hay vida abajo.
@fvazquezrig