LA HORA DEL PRI
septiembre 25, 2013
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AY, MI CUBA

21/03/2010

Una pena, la dilución de los sueños. Cuando se extingue una utopía, queda algo roto, un sentimiento de vacío, algo similar a una ilusión perdida.

Así pasa con Cuba. La Revolución extravió sus sueños, sus héroes, su anclaje con la realidad, su capacidad de reinventarse.

Ya no basta la educación, la salud, la cultura para justificar la represión, la condena al libre pensamiento, la posibilidad de disentir. La Revolución devora a sus hijos o peor: los deja morir de hambre, sí, pero también de desesperanza.

Medio siglo es mucho tiempo. Lo es más si se transcurren en el poder. Mucho peor si es un poder absoluto, sin contrapesos y sin contraargumentos. Medio siglo es como si Plutarco Elías Calles, tras fundar el PRI, se hubiera quedado en el poder hasta 1979. Son, casi, dos Don Porfirios. Más que cualquier Mandatario americano de la historia, incluyendo los Somoza, los Trujillo, los Stroessner. Más que Stalin y más que Mao. Eso es Castro.

La Revolución se transfiguró y se degradó. Se transfiguró en un poder dinástico, donde el poder se hereda, incapaz de comprender que la igualdad sin libertad es igual de destructiva que la libertad desigual.

Pero también la Revolución se degradó: se redujo al nivel de la calumnia, de la represión, de la picota y de la indiferencia. En el año 1981, Margaret Thatcher dejó morir de hambre a Bobby Sands, un militante del IRA. Hubo una condena mundial, incluyendo Cuba. Se dijo que Thatcher era insensible y cruel. No hay forma de suavizar los calificativos contra los Castro.

En Cuba, Orlando Zapata murió de hambre, formalmente delincuente y más: como delincuente peligroso. El régimen tiene razón en lo segundo. Pensar libremente siempre es un asunto que los autócratas deben temer.
Fariña es doblemente peligroso. Lo es porque piensa, porque disiente, porque se expresa. Lo es mucho más porque, moribundo, es capaz de movilizar las conciencias. Es doblemente peligroso porque está vivo.

No hay bloqueo que pueda justificar los actos de vileza de estado de estos días tristes que son consecuencia de un acto bárbaro: la detención de 75 disidentes cubanos en el año 2003, en lo que pasó a la historia con un nombre preciso: La Primavera Negra. A este acto criminal, disentir, Zapata sumó el hecho de pretender tener el reconocimiento de preso político. Se exigía el derecho a no portar el uniforme de delincuente: un privilegio que Castro tuvo en su encierro en Isla de Pinos tras el asalto al Moncada. Pero había una segunda exigencia: que se mejorara la comida en la prisión. Ambos hechos provocaron la indignación del régimen y el endurecimiento de la sentencia: aumentó a cadena perpetua.

Tras la muerte de Zapata, Fariña entró en huelga de hambre. El régimen dijo que no era ético forzarlo a vivir. En esta cadena de locura, de desquiciamiento, Rosario Ibarra de Piedra, aquí, dijo que si morían era porque querían. Allá ellos. Mientras tanto, las madres de los presos salieron a las calles a defender a sus hijos. Llamaron a su movimiento las Damas de Blanco. La ira del dictador en turno, de la otra pareja dictatorial, provocó la respuesta del tolete, el gas lacrimógeno y la jauría mediática.

La Revolución se parece, cada día más, a sus enemigos. Se acerca, peligrosamente, al régimen que derrocó. Se refleja, con nitidez, en las novelas del realismo mágico latinoamericano que retrata la vida del dictador, del patriarca, del caudillo. Lo hace con el aplauso de Chávez, de Evo Morales y de Ortega. Lo hace con el silencio cómplice de Lula, de la Concertación Chilena y de México. Lo hace con la justificación terrible de la izquierda más retardataria de la República.

La Revolución se perdió. Hay un montón de sueños rotos por doquier que alguien, algún día, tendrá que recoger.

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