Fernando Vázquez Rigada
Agosto 25, 2014
No hay semana en el que no se reciban noticias alarmantes de Michoacán. Cierto: es posible que, efectivamente, la violencia haya disminuido. Había un pico que desgarraba la vida social y que tenía que ser contenido. Lo fue, gracias a la intervención del gobierno federal.
La labor del comisionado Alfredo Castillo ha logrado atemperar, al menos en lo mediático, la percepción de violencia que se tenía. Se han hecho detenciones. Se han ido desarmando a las autodefensas. Se ha encarcelado a quienes, como Mireles, no respetaron los acuerdos con el Estado. Se removió al gobernador, que renunció vía twitter.
Al mismo tiempo, sin embargo, queda pendiente la detención de la Tuta, el principal capo que desafía al estado a través de videos cada dos o tres días.
La estrategia de comunicación del cártel consiste en exponer de manera descarnada la podredumbre de los poderes públicos. La tuta grababa todos sus encuentros. Así, ha expuesto a la onda expansiva de su poder a lo más selecto de los gobiernos municipales y locales.
Kafkiano, pero real, hemos visto como el señor de la muerte se reunía con el Secretario de Gobierno, con el hijo del gobernador, con alcaldes. Cómo una alcaldesa suplicaba la intervención del cártel para vengar la muerte de un familiar. El cártel controlaba el puerto de Lázaro Cárdenas, con conexión estratégica con los mercados de Asia. La mayoría de los delegados federales han sido removidos por posibles ligas con el crimen. El gobernador sustituto tuvo que ser un rector, para evitar la contaminación corrosiva de la complicidad o la sumisión.
No se ha querido reconocer, pero los poderes públicos desaparecieron hace tiempo en Michoacán.
Lo que vemos en las pantallas cada vez que la Tuta filtra un video es la agonía de un poder político doblegado, servil e inexistente. Es la agonía de las instituciones. La violación de la autoridad.
¿Por qué permitir esta agonía? No se entiende.
La constitución prevé una medida excepcional para situaciones excepcionales. La desaparición de poderes implica la intervención federal cuando ya el régimen jurídico ha dejado de existir. Eso, y no otra cosa es lo que ocurre en Michoacán. Ahí no existe sino una ley: la de la selva, y una autoridad: la de las balas. Nada asegura que el debilitamiento de los templarios implique la vaporización de su control sobre cada alcaldía, sobre la obra pública, sobre las empresas, sobre los ambulantes: sobre todo.
En la época posrevolucionaria, el presidente que más utilizó la figura de la desaparición de poderes para limpiar el poder público fue, nada menos, que un Michoacano: Lázaro Cárdenas. El tata desapareció los poderes de 10 entidades. 7 en 1935. La última vez que la figura se usó fue en 1975, en el estado de Hidalgo.
Quizá llegó el momento de entender que la única forma de detener la gangrena es la amputación. Seguir encarcelando por semana alcaldes y funcionarios no es sino prolongar una hemorragia de credibilidad que supura la descomposición del concepto de autoridad. Bajo ella, vive gente. Atrás de esta muerte lenta está el ciudadano que debe vivir bajo el yugo cruel del hampa.
Utilizar la desaparición de poderes no sería un acto de autoridad, sino de realismo. No sería un decreto, sino un reconocimiento. Una medida extraordinaria para remediar un estado lamentable de dilución del poder.
@fvazquezrig