Era un día anormal. Se presentía. La mañana había sido complicada. Habíamos comido algo ligero, cerca de la oficina, contra nuestra costumbre. Regresamos temprano. Debía ser un día cualquiera. Rutinario. Usual.
Pero no lo era: se presentía.
Era un miércoles. 23 de marzo, 1994.
Yo era secretario particular del jefe de asesores del Secretario del Trabajo, Arsenio Farell Cubillas. La tarde estaba tranquila. Una llamada rompió la calma. Eran las cinco de la tarde. Una tía de mi segundo, el secretario auxiliar, le llamaba. Vivía en Tijuana. Dos horas menos, allá. El candidato del PRI, Luis Donaldo Colosio, alertó, había sufrido un ataque. Se decía que estaba herido. Se pensaba que le habían agredido con un palo.
Se lo comuniqué de inmediato a mi jefe, Tarsicio González. Habló con la informante. Sólo colgar, salió corriendo a decírselo a Farell, quien despachaba diez, quince escalones arriba.
Farell le llamó por la red a Jaime Serra Puche, secretario de Comercio. Nada sabía. Cinco minutos después llamaban de la oficina de José Córdoba Montoya. Era cierto. Colosio estaba herido. No se sabía, aún, que era una bala.
La información siguió su curso, hasta el desenlace fatal, que comunicó con gran entereza, pese al sufrimiento que provoca lo irreparable, Liébano Saénz.
Todo era conmoción. Confusión. Dolor.
Al día siguiente, Farell tuvo una reunión en Los Pinos. La tristeza y la dimensión de la tragedia no podían nublar la visión. Eramos gobierno. Un gobierno que debía enfrentar una crisis mayúscula. Una que no conocía antecedente desde la muerte de Obregón, en otro país: uno que también se llamaba México pero que era, ya, otro.
Se fijaron en Los Pinos tres prioridades: calmar a los mercados, nombrar un candidato sustituto del PRI y encarrilar el proceso electoral.
Farell participó en el cumplimiento de las dos primeras.
Farell debía obtener el consenso de Fidel Velázquez y, éste, el consenso obrero: en el Congreso y en las calles.
Pero Velázquez y Aspe se habían distanciado desde la famosa declaración del Secretario de Hacienda sobre el mito genial del desempleo. Esa frase ofendió a Fidel. Se lo hizo saber a Farell: una cosa era apoyar los pactos y los ajustes durante años y otra era la burla.
El encuentro de Farell y Velázquez se dio en privado, no en las oficinas de ninguno de ellos.
Farell regresó a Los Pinos con la mala nueva. la respuesta de Fidel fue categórica e inflexible:
«No podemos modificar la Constitución. No para que sea Aspe. Con nosotros no cuenten»
Zedillo sería el candidato.
Lo sería a partir de aquella tarde terrible de aquel día que, se presentía, iba a ser anormal.