14/10/2013
Hay que admitirlo: la ciudad más compleja de gobernar del país es su capital. Se trata del centro neurálgico de poder por excelencia: económico, político, cultural.
Gobernarla, por ello, requiere de dotes extraordinarias. La historia de los jefes de gobierno se divide en dos etapas: la del partido (casi) único y la era democrática que comenzó en 1997 con gobernantes electos.
Destacaron por su habilidad para gobernarla, en la primera etapa, alcaldes de primer orden como Ernesto P Uruchurtu, Carlos Hank González y Manuel Camacho Solís. Hombres de poder. Curtidos en él. Con rápidos reflejos y una visión clara de futuro.
La era democrática ha estado dominada por gobiernos de izquierda. La conformación multicultural, cosmopolita y liberal del Distrito Federal incubó el fermento de un voto duro en favor de la centro izquierda. Carlos Salinas de Gortari fue barrido ya en 1988 por Cuauhtémoc Cárdenas. Porfirio Muñoz Ledo e Ifigenia Martínez fueron los primeros senadores electos de oposición (junto con los dos de Michoacán) en la historia del país.
Desde 1997, el PRD ha ganado todas las elecciones a la primera magistratura de la capital. Han rendido buenas cuentas. Cuauhtémoc Cárdenas fue el más deslucido de los gobernantes perredistas. Los demás han sido políticos excepcionales: Rosario Robles, Andrés Manuel López Obrador y Marcelo Ebrard.
En este dilatado proceso se han tendido redes de protección social como en ningún otro lugar del país. Se han dado avances legales de gran trascendencia para fomentar la participación ciudadana, la inclusión social y la tolerancia. Ha sido la primera entidad en aprobar leyes en favor del aborto y de las uniones homosexuales. Su economía es pujante. Sus índices de desarrollo humano, sobresalientes.
Esa misma complejidad requiere de una elevada capacidad de liderazgo, de preparación y de visión. No hay lugar para improvisaciones. Miguel Ángel Mancera ha sido una gran decepción. Rebasado, desarticulado, su aprobación se desploma: sólo 46% contra 48% de desaprobación. La calificación que le dan los ciudadanos es de apenas 6.
Mancera es la prueba misma del principio de Peter: el límite de las competencias personales, el umbral de eficiencia que nos hace ser buenos para algo y malos para un cargo superior.
Mancera es un jefe de gobierno que ni es jefe ni gobierna. Fue un buen procurador, pero eso no lo ha convertido en un gran estadista. Recibió una silla grande: una que no ha alcanzado a llenar. No es lo mismo ser un buen procurador bajo las ordenanzas de un gran Jefe de Gobierno, que un Jefe de Gobierno que no alcanza a determinar el arreglo de poder y el modelo de gobernanza para una ciudad cuya problemática lo rebasa.
Mancera arrancó mal. Debió vetar la ley que permitía a los anarcos salir impunes de la cárcel tras destrozar la Alameda y empresas del centro: no lo hizo –por debilidad, por populismo- y hoy paga las consecuencias. La seguridad -su ámbito de expertise- se descompone. El primer reto –el caso Heaven- se le fue de las manos. Sus policías se involucran en secuestros y el hecho pasa de noche. Su tolerancia hacia la CNTE se convierte en debilidad y en zozobra. Contagia a otros e invita a tener una autoridad blandengue. Es un gobierno que titubea y, en política, quien titubea se tambalea. La temperatura fatal para un gobernante es la tibieza.
El brillo de los gobernantes de la capital, como la estatua del Caballito, se ha carcomido y por idénticas razones: por la ineptitud.
La respuesta que tuvo para salir del hoyo de credibilidad (no de popularidad) fue inventar que los adultos mayores podrían entrar gratis al cine. Así de corta la visión.
La tentación del aplauso fácil destroza gobiernos. El populismo fuera de lugar es un búmeran. Mancera debe dar un golpe de timón a su gobierno y debe hacerlo pronto. La ciudad de México es, aunque él no lo quiera, caja de resonancia para todo el país. Por este camino, la capital debe prepararse para ingresar nuevamente en el mundo de la alternancia.