Fernando Vázquez Rigada.
El maximato fue el último ejercicio exitoso de tener un mandamás por encima del Presidente de la República. Duró de 1928 a 1936: 8 años que, si se suman los del gobierno legal de Plutarco Elías Calles, se extiende a 12 años.
Tras el asesinato de Obregón, Calles entiende que la reelección es imposible en México. Crea el PNR, aglutina a las facciones revolucionarias de todo el país, influye en el ejército, nombra gobernadores y da las bases que otorgarían estabilidad al país por años.
Hace algo más: nombra a su sucesor: mueve los hilos para que Emilio Portes Gil sea nombrado presidente interino a fin de convocar elecciones y se cubra el periodo que debió gobernar Álvaro Obregón. Calles, a la distancia, manda. No de manera descarada. No cotidiana. Sí en lo fundamental, nada importante sucede sin que él lo diga: Jefe Máximo de la Revolución, le llaman o se hace llamar.
Cuando llega el tiempo de las elecciones, Calles sale de la caverna y muestra todo su poder. Hace regresar al país a Pascual Ortiz Rubio, embajador en Brasil. Sin experiencia política, sin base de apoyo, sin grupos que lo sostengan, el mensaje es clarísimo: quien mandaría sería el sonorense. La savia popular apoda a Ortiz Rubio “el nopalito”: por baboso. La élite revolucionaria orquesta una elección de Estado y acaso un fraude. Calles se nombra Ministro De Guerra y Defensa. Cita a reuniones de gabinete. Define al presidente del PNR. Intriga. Divide a las facciones y al final se vuelve el fiel de la balanza.
Ortiz Rubio renuncia y llega Abelardo R. Rodríguez. Llega a un acuerdo con Calles. Él se dedicará a administrar y el Jefe Máximo a decidir todo sobre política. El caudillo vive en la colonia Anzures, frente al Palacio de Chapultepec. El ingenio mexicano inventa: “En Chapultepec vive el presidente, el que manda vive enfrente”.
El sueño de mandar por siempre se acaba cuando nombra a un joven General nuevo presidente. Tiene 37 años. Había sido Gobernador de Michoacán. Jefe de zonas militares en todo el país. Su nombre: Lázaro Cárdenas.
Cárdenas debía a Calles su carrera, pero no había nacido para ser mangoneado. Astuto, sabe que no puede enfrentarse al poder de Calles sin poseer una base propia de poder que se le oponga. Así inventa la transformación del PNR en PRM, pero le impone un cambio central: será un partido de masas. Así, lo cambia todo: el partido pasa de ser un club de caciques a una formidable maquinaria política. Cárdenas ordena el poder popular en sectores. Usa a los obreros como ariete para inundar de huelgas el país. Reparte tierras: organiza a los campesinos. Todas esas políticas son contrarias a la filosofía de Calles, más de derecha.
Cárdenas procede a ir haciendo cambios en toda la estructura del ejército. Le abre las puertas a generales villistas, carrancistas, zapatistas: todos enemigos del grupo Sonora. Inmoviliza, coopta o retira a los grandes generales afines a Calles que quedan: Cedillo, Amaro y Almazán.
Luego se enfila contra el poder político. Utilizando la figura de la desaparición de poderes, quita a 14 gobernadores callistas —al final serían 17 gobernadores los removidos.
Finalmente, da el zarpazo final. En una reunión entre ambos, le confiesa a Calles que dará un manotazo para sosegar al país y frenar las huelgas. Calles le aconseja no hacerlo para no debilitarse: lo puede hacer él mismo. Cárdenas le agradece y da el visto bueno. Las declaraciones del Jefe Máximo son tronantes y provocan una tempestad. Días después, Cárdenas declara en favor de los huelguistas. El movimiento obrero se abalanza contra Calles.
Es el jaque mate. El viejo zorro cayó en la trampa.
El presidente remueve a todo el gabinete callista y, una noche de abril de 1936, lo destierra. Las cámaras legislativas, pro Calles, amanecen siendo Cardenistas.
El sueño del Jefe Máximo había terminado.
Después de este experimento, nadie ha vuelto a intentar prolongar su mandato. Hay dos excepciones documentadas: la de Alemán y la de Echeverría.
El desmantelamiento del maximato dejó lecciones que perduran. Nadie deja la presidencia, pero no el poder. Nadie es más poderoso que el presidente en turno. Las lealtades en la política son más frágiles que el cristal. Una maquinaria política no se desmantela sola: hay que sustituirla con otra. Demoler un poder lleva tiempo, cálculo y estrategia, no arrebato.
Cuestiones de la historia que no deben olvidarse, pero sí repasarse.
@fvazquezrig