Fernando Vázquez Rigada
Abril 30, 2014
Aún hoy, después de 40 años, jugamos juntos. Nos gustan las escondidillas. No lo veo. No me ve. Pero, sí, ambos sabemos la presencia del otro en cada rincón. En todo momento.
De niño soñaba. En las posibilidades de la vida. En cambiar tanto. En descubrirlo todo. Aprendí pronto que todo lo que vale la pena en la vida comienza siendo un sueño. Que, sí, los sueños son realizables, si te esmeras. También que hay sueños que hay que tener a distancia: que te envuelven, te nublan, te pierden.
Sigo soñando. Veo mis sueños claramente cuando cierro los ojos. Temo que, si dejo de hacerlo, será el aviso de que se aproxima mi final. Quiero sueños que contagien. Que abriguen. Que conforten. Que transformen.
Algún día, terminará el juego y, en algún sitio, nos volveremos a encontrar. Veré a los ojos al niño que fui. Él verá en lo que me he convertido. Sacaremos entonces los saldos. Si cumplimos. Si valió la pena. Si honramos nuestra palabra y si nos aproximamos a lo que deseamos alguna vez ser.
Él y yo. El niño que soñaba su porvenir de hombre. El hombre que trata de veras de no olvidar al niño que fue.