Fernando Vázquez Rigada
Ya no identifico aquí al país que acogió mi niñez. Aquel donde jugaba, en las calles de Veracruz, con mis amigos vecinos. Donde todo nos cuidaba: los postigos, los árboles, el calor abrasador.
La gente.
El consumo se daba en cada cuadra, en negocios familiares que estructuraban una economía local. En la calle de mis abuelos había una carnicería, tiendita, panadería, un párvulo, una cantina. Puedo recordar muchos de los nombres de los dueños.
Quienes poblaban ese pequeño universo se congregaron en la casa para velar a mi abuelo la tarde —sorpresiva, fulminante y piadosa— de su muerte: mostrando vínculos que luego yo entendería que se llamaban solidaridad.
El sitio donde la palabra era garantía, porque el honor podía más que un contrato o una firma, no existe más.
Se han evaporado las tardes de parques llenos de familias conviviendo. Sobrevivir era sólo una palabra.
Los acordes que cantaban en corrido a héroes hay enaltecen a los capos. El árbol de la vida se secó —igual que la Palma de Reforma —y en su lugar erigieron un monumento a la Santa Muerte.
Los jóvenes ascendían, o aspiraban a hacerlo, a base de estudio, de trabajo y sudor. El ascenso por la escalera, hoy, es para tontos: mejor el ascensor de lo ilegal.
La escuela se pudrió: se desenchufó del hogar y perdió sus alcances creadores. Ya no forma: deforma. Nuestros niños no entienden lo que leen. No pueden resolver problemas matemáticos simples. No son capaces de aplicar la lógica.
En las tardes me gustaba ir a un cuartel cercano, con mi abuelo, a presenciar el arriado de bandera. Admiraba a las fuerzas armadas. Su porte. Su valor.
Años después, en las noches embriagantes del Malecón, la Marina ponía fin a la rumba con sólo llegar.
Lastima verlos hoy batirse en retirada: no por cobardía, ni por falta de preparación, sino por lealtad y obediencia.
Cuando terminó el desarrollo estabilizador se frenó también la movilidad social. La revolución decidió matarse a sí misma en Tlatelolco, porque ahí baleó a su mayor orgullo: la juventud instruida, universitaria, que, por serlo, tenía que ser rebelde y demandante.
Ese, el 68, no fue el final: fue el principio de una larga agonía. A partir de ahí el estado se fue mezclando con el hampa: como padrinos, luego como socios, ahora como empleados y hasta sicarios. Y se acabó el desarrollo.
Duele ver nuestra imagen en el mundo: sin brillo, con sorna, con miedo o desprecio.
Duele el dolor de tanta ausencia en los hogares: de los que murieron, desaparecieron, enfermaron.
Dimos por sentado que México podía sobrevivir a nuestra apatía. Nos despreocupamos de él. De sus valores. De nuestros deberes y derechos.
Se nos perdió el país.
Lo soltamos de la mano.
Y se perdió.
@fvazquezrig