Por Fernando Vázquez Rigada
México cruje junto con el mundo. País interconectado, insertada su súper estructura en la globalidad, al país lo aqueja un mal mundial: el malestar ante lo público.
Los días recientes del mundo han sido sombríos, pero no menores: del Brexit a Niza, de Trump a Istambul, la política se sacude por falta de conexiones con la base social.
El sentido más fino de la democracia, la representación política de las mayorías, se encuentra dislocado. Las personas no se sienten representadas. Por eso, quizá el sentimiento más profundo del posible fin de la globalización como la entendemos sea uno: el desamparo.
La democracia en América, recuerda Tocqueville, nace por una demanda clara: no puede haber impuestos sin representación. En Nueva Inglaterra se fermenta un concepto que obliga a los gobiernos de las minorías al contrapeso, al disenso, a la contención. El fantasma de esta idea se expande por todo el mundo de manera veloz. Navega allende el atlántico y hace colapsar a la monarquía francesa. Ahí el mismo concepto se ensancha y profundiza con una idea de igualdad y derechos comunes para todos los seres humanos. Bajo esa óptica regresa a América y devasta al imperio español en declaraciones de independencia que brotan como epidemia libertaria.
La representación efectiva es, así, la simiente de la democracia.
El mundo, sin embargo, optó por una globalización económica que ha generado riqueza, potenciado la colaboración, interconectado al mundo, expandido el comercio y disparado la innovación. Al lado de ella, sin embargo, no ha habido distribución, ni una nueva gobernanza, ni solidaridad globalizada, ni mecanismos de contrapeso contra el surgimiento de nuevos poderes globales.
Las elites políticas se cerraron porque, como decía Gramsci, las crisis surgen cuando lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer. El viejo sistema de representación no sirve ya para garantizar los derechos, nutrir las aspiraciones y enmarcar los sueños de una generación de personas que nacieron bajo la globalización pero no han visto sus beneficios.
El malestar, la nausea ante la certeza de arreglos cupulares ajenos a los intereses de las mayorías, explican este mundo convulso y atemorizante.
Ahí reside la explicación del Brexit, en donde una cúpula arrogante juega a los trucos electorales y cortoplacistas y pierde. Ahí se explica Trump, solo ante el establishment pero poderoso en las bases blancas, con baja educación, desplazadas por la economía del conocimiento.
Ahí hay que buscar el origen de los nuevos movimientos políticos: los indignados, Podemos o el 132. Ahí el recrudecimiento brutal del terrorismo fanático religioso. Ahí el catalizador del resurgimiento de los golpes de estado, como el fallido en Turquía o el renacimiento de los neo populismos.
En México se expande una infección social por todo el país, resultado de la misma certeza: nadie representa ni se preocupa por franjas vastas de la población.
La arrogancia de las cúpulas conduce a su ceguera. La presión aumenta. El desencanto permea. La reprobación de las autoridades aumenta.
Resulta claro que la sociedad ha cambiado. La política, no.
Cuando no existe el talento para sintonizar a la política con la aspiración social, para no ajustar las instituciones a las necesidades, surge o la violencia o la irrupción de los impostores.
En ese dilema se inserta México. En ese, también, el mundo.
La globalización surgió como un sueño de prosperidad, paz y libertad.
Pero Churchill advertía: después de los sueños, solo quedan los hechos.
El sueño terminó. Nos quedan los duros, angustiantes, feroces hechos, que demandan la emergencia de nuevos talentos o resignarnos a lo peor.
@fvazquezrig