Las oposiciones están sin brújula. No atinan a ubicarse en un nuevo terreno de juego. No cubren cancha ni emocionan.
Cada una de las fuerzas partidarias de oposición están más interesadas en preservar sus migajas a, primero, entender qué ocurrió el dos de junio y, segundo, como deben reinventarse ya no para recobrar relevancia, sino para no desaparecer.
En política, lo peor que puede ocurrir es la intrascendencia.
Morena y el oficialismo, mientras tanto, imponen la agenda y aplastan con su narrativa.
Los esfuerzos que se han hecho, loables, por frenar a la aplanadora legislativa que se avecina, provienen de afuera de los partidos.
No hay, por tanto, ejes articuladores de un esfuerzo mayor. ¿Quién aglutina al poder judicial, a las barras de abogados a organismos internacionales? ¿Quién agrupa al sector privado? ¿Quién media con la academia, universidades y centros de pensamiento?
Por lo mismo, ante el avasallante bombardeo del oficialismo, no hay una presencia nacional opositora.
El tema de la enorme amenaza que se cierne sobre el país no ha encontrado una traducción práctica con el día a día de una nación afligida por la inflación y aterrorizada por el crimen.
Los liderazgos de los partidos y las cúpulas que los rodean están ocupados en su sobrevivencia, en meter a sus plurinominales, en administrar bancadas raquíticas.
Cuestión, diría Lyndon Johnson, de saber sumar: luchan por apoderarse de la nada.
De seguir este rumbo, las bancadas opositoras serán totalmente testimoniales: incapaces de pasar iniciativa alguna ni, mucho menos, de frenar el embate autoritario que se aproxima velozmente.
El cambio deberá venir de abajo hacia arriba. Las militancias que resten tendrán que comenzar un oleaje que levante a organizaciones moribundas.
Los municipios y estados son la única fuente de posible refundación.
No hay más.
La política vertical, para las oposiciones, terminó.
Es eso. O esperar a que surja un nuevo partido, fresco, diferente, limpio, que termine por darles santa sepultura.