Fernando Vázquez Rigada
Henry Kissinger dice que la libertad es poder andar en la calle sin miedo.
Sabe lo que dice. Nació en 1921. Judío en Alemania. Su destino, como el de millones, cambió en 1933, con la llegada de los nazis al poder. Niño y adolescente aprendió a sobrevivir con un sentimiento que no lo abandonaba: miedo. Una camisa parda lo llenaba de horror. Las banquetas eran trampas mortales. Los parques, espacios prohibidos por ley.
Alemania, como muchos países después, vivieron democracias que fueron desmanteladas, valga la incongruencia, por la vía democrática.
Eso ocurrió de Venezuela a Nicaragua; de Bolivia a Perú; de Rusia a Turquía y de ahí a gran parte de Europa del Este.
Sucede en México y estuvo a punto de ocurrir en Inglaterra. En Estados Unidos los votos doblaron al golpista democrático, pero la amenaza continúa.
¿Por qué las sociedades entregan su libertad?
Hay dos razones. Una la dio Samuel Huntington: por nostalgia autoritaria. En “La tercera Ola” recuerda que las sociedades se desencantan con los resultados de la democracia.
Superficialmente, tienen razón: la democracia no garantiza buenos gobiernos ni buenas cuentas. Lo que asegura son tres cosas: que se acceda al poder votos; que los malos gobiernos se vayan en un tiempo establecido y que se rindan cuentas.
Las decisiones son lentas y los procedimientos se dificultan. Hay que consensuar, dialogar, respetar la ley. Las autocracias ordenan y atropellan. No proponen: disponen. El estado Chino sería, en teoría, más eficaz que el Francés o el Sueco. Quizá. Pero el autoritarismo cercena. Y lo hace también con pésimos resultados. Que digan los cubanos cómo les ha ido o los venezolanos con una inflación de 1,500% el año pasado, con hambre y sin derechos de ningún tipo.
El peor drama de los desiertos no es la sed o la soledad: son los espejismos.
Además, Erich Fromm da una argumentación psiquiátrica: los pueblos se vuelven masoquistas y sádicos. Ello explica la sumisión sobre el líder y la —en apariencia—incomprensible capacidad de soportar abusos y limitaciones. Obtienen algo —en el plano emocional— a cambio de entregar mucho. Y hacerlo de manera incondicional.
Los alemanes recibieron de Hitler la restitución de su orgullo nacional y el status de potencia que había desparecido con la derrota de 1918. Tuvieron empleo y salarios. A cambio perdieron la República, las elecciones, los partidos, su privacidad. Luego su libertad, su dignidad, su honor. Al final, millones la vida y casi todos sus patrimonios.
El golpismo democrático siempre conduce a fracasos nacionales y tragedias históricos.
Votar para que me aprisionen es ilógico porque conlleva, como alertaba Fromm, una fractura emocional. Pero ocurre.
Tarde o temprano, los pueblos despiertan.
Sucede, sin embargo, que a menudo cuando lo hacen es demasiado tarde.
Pensar, creer, amar; elegir el destino propio; decidir, son los privilegios de la libertad.
Habría que empezar a defenderlos como si ahí nos fuera la vida.
Porque, de alguna forma, nos va.
Al menos para mí.
@fvazquezrig