Fernando Vázquez Rigada.
A Tavo.
Las tragedias muestran lo mejor o lo peor de las personas, de las sociedades, de las ciudades. Son una dura prueba y más: son una radiografía.
Por lo mismo, los golpes de la naturaleza encumbran o hunden.
Los golpes de adversidad llegan, arrasan y se van. Sus cicatrices, sin embargo, quedan por décadas.
Leónidas Trujillo consolidó su poder por un huracán que atendió de manera impecable. George W Bush reiteró su incompetencia tras el paso devastador de Katrina, poniendo en evidencia una realidad terrible: Estados Unidos podía ganar una guerra y arrasar a un país entero, pero no era capaz de salvar oportunamente a sus ciudadanos.
El gobierno de Miguel de la Madrid quedó tatuado por su ineficacia al enfrentar el terremoto de 1985. Ese año fue crucial para México. La sociedad cobró conciencia de su valor y de sus posibilidades. Podía enfrentar una tragedia sin par con sus propios medios, porque así fue dejada por su gobierno: a su suerte.
El sismo de 1985 desnudó lo mejor y lo peor de México: su sociedad, solidaria y empeñosa; y su gobierno: ausente y burocrático.
El huracán Odile abre serias interrogantes sobre lo que somos y lo que seremos.
Baja California Sur es, me consta, una tierra hermosa y generosa. Igual lo es su gente. Quien haya tenido el privilegio de tomar contacto con ellos, sabe de su decoro, de su educación, su generosidad, su cortesía.
Los Cabos es una ciudad especial. Crece al doble del país en términos demográficos. Pese a las usuales turbulencias de las ciudades con grandes movimientos demográficos y de visitantes, es un lugar pacífico. Hay inversión. Empleo. Oportunidades. Eso explica por qué los altos flujos de personas que llegan a instalarse ahí, provenientes de todo el país. Su motor, el turismo, da para todos.
Pero esa fuente de riqueza genera una sociedad dual. La misma realidad que se vive en Cancún, en Huatulco y, en menor medida, en Acapulco, sella el alma de los grandes destinos turísticos. La migración intensiva y permanente va diluyendo la cultura, los valores, el rostro de las sociedades. Las grandes concentraciones turísticas son pobladas por una gran cicatriz: inversiones inmensas en el centro turístico y rezago de la zona urbana donde vive la otra realidad: la de la gente.
Un huracán de fuerza inusitada golpeó a toda Baja California Sur. Nunca se había visto algo así. Los cinco municipios de su territorio fueron impactados. Al ser una entidad insular, quedó en buena medida asilada, incomunicada, cercada por la tragedia.
En esa prueba surgió la radiografía. El gobierno, los gobiernos, reaccionaron, en su mayoría -con la excepción del municipal de Los Cabos- de manera oportuna. Se evitó una hemorragia de vidas humanas.
Pero aquí, en contraste con el México de 1985, falló la sociedad. No de la Paz. No de Loreto. Ni de Mulegé o Comundú: la de Los Cabos.
Las imágenes más grises, más lamentables, más desoladoras fueron no la de los hogares destruidos, ni la de las fuentes de empleo que se evaporaban. La infraestructura fracturada. El futuro extraviado.
No. Fueron las escenas terribles del saqueo. De la rapiña. Del egoísmo. Cientos, quizá miles de personas asaltando el comercio no en un robo de urgencia ni de necesidad. fue de sevicia. Llevándose pantallas planas, ipads, refrigeradores, aires acondicionados porque podían. Porque la tragedia de todos, los más, lo permitía.
Esa minoría delirante sometió a la vigilancia privada. Peor: condenó al resto de la sociedad y al desabasto y a la ley de hierro del toque de queda.
La solidaridad se extravió. El afecto al prójimo se ausentó.
Triste y consternante.
¿Eso somos? ¿En eso nos hemos convertido?
¿Tienen razón los apologistas de la corrupción? ¿Estaba en lo cierto Obregón cuando aseguraba que nadie aguantaba un cañonazo de diez mil pesos? ¿Acertaba Ruiz Cortines al afirmar que todos eran honestos hasta que los ponían donde hay? ¿O tiene razón Peña y la corrupción es nuestro ADN cultural?
Esa mezcla de mexicanos de todas partes, que llegan a un lugar abierto para construir un espacio común, nos mostraron que hay quienes siempre se esforzaran en destruir lo que otros construyen. Que la ambición y la falta de escrúpulo, efectivamente, puede estar en todas partes.
Sé, pese a ello, que somos más los decentes. Que hay 12 millones de mexicanos que viven en Estados Unidos y que han demostrado -lo hacen todo el tiempo- que con leyes que se cumplen, con instituciones que funcionan, con una sociedad que alimenta el respeto a la civilidad, el mexicano común puede ser trabajador como el que más, responsable como el mejor, productivo como el más competente. Puede ser honrado y respetar la ley.
Habemos millones que, pese a todos los incentivos en contrario, respetamos la ley, creemos en la educación y aspiramos a la decencia.
Este tiempo mexicano, sangriento y ezquizofréncio, ha deformado mucho. Las imágenes de que el crimen paga, calan. Los corridos que alaban al que viola la ley, se contagian. la crónica de la impunidad, desalienta.
Hay que estar alertas. Odile vino a recordarnos lo que hemos sido. Lo que somos. Y, ojalá, lo que no queremos llegar a ser.
@fvazquezrig