21/09/2010
Hace tiempo aprendí a quererte. No me acuerdo desde cuándo: así de grande, de generoso, de gratuito tú cariño. Pronto, muy pronto, me acogiste en tu seno. Abriste grandes tus brazos para hacerme saber que éramos lo mismo: que ahí estarías, siempre, para recibirme a mí y a los míos.
Tu cuerpo llenó pronto mi vida y cobijó a mis muertos. Protegiste siempre su recuerdo y lo preservaste para salvarlos del naufragio demoledor que es siempre el olvido.
De ti aprendí lo que es la gallardía, el valor, el don de la inteligencia y la tolerancia. Te quiero plural e igualitaria, porque la vida bajo tu ejemplo me ha mostrado que no hay otra forma más digna de transcurrir en la existencia. Aprendí las duras lecciones de la exclusión y de la tristeza de quien se sabe señalado por ser distinto. Siempre nos recuerdas que nos trajiste para eso: para saber decir no.
Me gusta tu voz vieja y sabia. De ti abrevé la cultura y aprendí a amar la palabra. Conozco bien tus rasgos porque en libertad me has permitido recorrerte y me has mostrado a quienes te han retratado de mil maneras para asegurarnos que todo, en la vida, tiene más de una forma de ser visto. Me he enamorado con tu canto y tus acordes, inagotables, complejos, que lo mismo cantan alegría, que picardía o desamor.
He visto tus manos que se erosionan y tu cuerpo que se seca o que se inunda. Con todo, tu savia sigue nutriendo la vida de tantos, particularmente de aquellos que no tienen nada, salvo lo que tú puedas ofrecerles. Tu drama repetido, una y otra vez, apela al recuerdo pero también a la comprensión: a entender lo que fuiste, lo que eres, y lo que serás, dependiendo siempre de lo que hagamos nosotros de ti, tus hijos. Tu enseñanza incluye palabras grandes y hondas: Libertad, Igualdad, Revolución, Independencia.
He conocido del dolor de saberte lejos, porque la distancia, en la vida, sirve para sellar el amor: jamás para diluirlo.
Por eso hoy te escribo breve, mezclada la angustia y la alegría. Me consternan tus heridas, tu aflicción, tus tumores, tus temores. Comprendo tu angustia de sentirnos solos y desamparados. Sé, en mis hijos, la locura de no poder protegerlos. Lloro tu llanto. Pero al mismo tiempo me alegra que, pese a todo, pese a nosotros, estés viva, llena de color y, tercamente, de esperanza.
No sé qué es más grande hoy: mi felicidad o mi orgullo. Felicidad de saber que cumples doscientos años. El orgullo de haber tenido el privilegio irrepetible de haber nacido aquí.