La primera y quizá más importante labor del nuevo gobierno será moldear las relaciones sociales para que México vuelva a ser una unidad.
La polarización se ha agudizado en los últimos años. Es un llano seco, al que le falta un cerillo.
La división roza ya los niveles de rencor. Ha sido atizada, lamentablemente, desde el poder, en un diseño de gobierno que fractura en aras de fortalecer su base electoral y de respaldo político.
Pero la polarización no es, lamentablemente, un fenómeno nuevo. Lleva años ahí, sólo que ahora se ha vuelto estridente.
El México inmediato posterior a Tlatelolco se fraccionó hasta la confrontación armada. Vino después el sosiego que congeló el caos —para usar la expresión de Francisco Bulnes— hasta que el mundo vivió un cambio de paradigma.
El mundo se abrió. Cayó el Telón de Acero; China se lanzó a la reforma de mercado, se derruyeron las dictaduras latinoamericanas y los estados nacionales se empequeñecieron ante el poder de los mercados globales.
Ahí se fue incubando la polarización. Aquellos que estaban en contra de las reformas económicas, la firma de tratados, la retirada del estado como regulador, fueron atacados y menospreciados. A la clase política que pugnaba por la actualización del nacionalismo revolucionario se le denominó despectivamente: “dinosaurios”.
La tecnocracia gobernante llegó con su dogma pro mercado y con mucha arrogancia. La apertura económica requirió estabilidad, y ésta se dio a través de la contención salarial, el anclaje del tipo de cambio, la apertura que arrasó industrias enteras y que generó, para decirlo en palabras de Bauman, una generación de perdedores radicales.
Cuando llegó la bancarrota en 1995, la pobreza llegó al 60% de la población. La recuperación se dio con más de la misma medicina y eso provocó la alternancia política. Lamentablemente, la alternancia no trajo transición. La economía siguió creciendo poco y el mayor empleo fue la informalidad.
Esa fue la primera polarización. Las elites modernizantes y sus aliados despreciaban al México empobrecido.
La segunda vino con el tsunami del 2018. Ahí se dio un golpe de timón. Un cataclismo en votos. Pero ese cambio no provocó la unidad: exacerbó la discordia. Como nunca se enfrentó a los mexicanos. La discordia se instaló en el discurso público, en los libros de texto, en las mesas de los hogares.
Hoy nos hallamos ante un país confrontado, lastimado, desconfiado. La política del rencor amenaza con engullirnos.
No hemos tenido un jefe de estado en lustros, que con manos de artista y de estadista teja una visión de país que elimine el odio y desate la energía acumulada del país.
Sólo los muy grandes lo ven y pocos lo logran. Lo hizo Roosevelt tras la Gran Depresión. Churchill tras la derrota de Francia. Mandela tras su excarcelación y triunfo electoral. Cárdenas, cuando entregó el poder a un moderado. López Portillo, cuando junto a Reyes Heroles lanzó la Reforma Política que primero legalizó a los extremos, les dio voz y voto en el congreso, amnistió a los presos políticos y unió a la nación.
Los desafíos del país son enormes. Superarlos requiere del talento íntegro de México. La unidad es el paso indispensable para llegar a la justicia, a la igualdad y a la prosperidad compartida.
Necesitamos recuperar, ya, la idea del bien público.
Y eso sólo puede lograrse desde la magnanimididad de un triunfo aplastante.
Ojalá que así sea.