Fernando Vázquez Rigada
El mayor problema que vive la política es la desconexión. No se trata de algo privativo de México, sino del mundo. La gente no se siente representada, y tiene razón.
Parafraseando a Dickens, el óleo de la política contemporánea es una historia de dos mundos: el del poder sin medida, sin límites, interconectado y, por otro, el mundo de los sin representación, limitado y vulnerable.
Ejemplos sobran. Las cortes de Estados Unidos una y otra vez absuelven los abusos de policías blancos. Los Bush buscarán por tercera ocasión la presidencia. De lograrlo, habrán gobernado por dos décadas al país más poderoso de la tierra. Cuando murió, Robert Byrd había sido 57 años senador.
Brasil está vapuleado por escándalos de corrupción. En Chile, la presidente Bachelet tuvo que pedir la renuncia de todo su gabinete. Rajoy sigue a la baja por los señalamientos de corrupción. Escocia amaga con otro referendum para separarse de Inglaterra.
A la par, surgen los movimientos de resistencia al establishment: los indignados, el 132, la primavera árabe.
Pese al malestar social, la política no cambia. El espejismo de una vida de lujo, poder, impunidad, hace que se pierda la conexión con el mundo real. El poder vive en el mundo ilegal; la gente, en el real.
«Coyuntura difícil» «Escándalo que hay que atajar» «Fuego amigo». Tales son los eufemismos que se utilizan para no aceptar que los signos de descomposición que brotan no son una excepción: son la regla. Que no son alergias: son síntomas de una infección mayor.
Los números en México son alarmantes. El presidente registra desaprobaciones superiores al 60%. El PRD tiene opiniones negativas de 63%. El PRI, de 48%. El PAN de casi 30%. Los partidos nuevos, de más de 20%.
La elección de junio se ensombrece por la amenaza latente del hampa. El espionaje reina. Los señalamientos de corrupción afloran por todo el cuerpo de la República, instigados por los adversarios políticos. La suciedad de esta elección debería mover al asombro.
Pero no.
¿Por qué? Porque la podredumbre que emerge es conocida por los ciudadanos. También el hecho de que sea flagrante, arrogante e impune. La democracia está dislocada. Los medios callan. Los congresos complacen. Los auditores extorsionan y aprueban la cuentas públicas. Una democracia sin contrapesos deja de ser democracia.
Habría que repensar la composición del poder público en México. Hacerlo pasa por una transferencia masiva de poder a la sociedad. Por cerrar la llave de los recursos que pervierten la convivencia social. Prohibir la propaganda oficial. Garantizar el derecho de réplica, aclaración y rectificación. Incluir en ley los presupuestos participativos. Fortalecer las candidaturas independientes. Faciliar el acceso a la justicia. Ampliar las obligaciones de rendición de cuentas. Crear la figura del Auditor Independiente. Incluir en los contenidos educativos una matería de ciudadanía.
El 7 de junio veremos realmente que clase de ciudadanos somos. Por lo pronto, hay que mantener la esperanza, los programas y los argumentos de que este país va a cambiar. ¿Cuándo? No lo sé. Solo sé algo: cambiará.
@fvazquezrig
1 Comment
Magnifico análisis.
Gracias.