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100 Días

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Franklin D. Roosevelt ideó un programa de 100 días, los primeros de su primera presidencia, para enviar una serie de reformas que contrarrestaran los efectos de la gran depresión: el “el nuevo trato” o new deal.  Las medidas tuvieron un alto impacto en el imaginario social: el nuevo presidente estaba haciendo algo, y estaba haciéndolo diferente.

Desde entonces, los primeros 100 días de gobierno son el termómetro sobre lo que vendrá.

Milton Friedman, uno de los grandes antagonistas de Roosevelt, reflexionó años después en su libro “El triángulo de hierro” que ese periodo –los primeros 100 días- marcan el futuro de cualquier organización. Si va a haber grandes cambios, que implican romper los intereses e inercias creadas, se verá en los primeros tres meses o no se verá jamás.

Enrique Peña llegó con la decisión de romper el triángulo de hierro que aprisionaba al poder público en México. Se puede estar de acuerdo o no con su planteamiento, pero es muy claro que está proponiendo una modernización integral del país y que la está operando con un profundo sentido estratégico.

Para lograrlo, Peña ha recurrido al simbolismo, a la política y a la utilización del poder presidencial.

El nuevo presidente parte de la premisa de darle una vez más majestad a la institución presidencial. Su presidencia está rodeada de simbolismos que despliegan el mensaje de un poder útil: uno que sirve a proyectos específicos  y que hace que las cosas sucedan.

El presidente se rodeó de un gabinete con amplia experiencia política porque sabe que los intereses que debe enfrentar son colosales. A diferencia de la era autoritaria, Peña está operando la transformación del país desde la democracia. El eje ha sido el pacto por México: un gran acuerdo transversal que logró unir a todas las fuerza
políticas en torno a una agenda común. Lo que hace el pacto no es obtener reformas: es dar un poder acumulado al estado para restituir el interés público.

Por último, el presidente utiliza todos los instrumentos a su alcance para lograr sus objetivos, el judicial incluido.

La conformación del gabinete, la firma del pacto por México, el activismo internacional de México, la creación de un nuevo enfoque de combate al crimen, la cruzada contra el hambre, la aprobación de la reforma educativa, el degollamiento del cacicazgo sindical de Elba Esther Gordillo, y la presentación esta semana de la reforma en telecomunicaciones para quebrar a los monopolios, apuntan a un poder que busca recuperar la grandeza de México.

No todo ha sido éxito. La bochornosa decisión del IFE de multar a López Obrador por exceso de gasto, la intentona para debilitar al IFAI, la sospecha de un acuerdo con Francia para liberar a Florence Cassez, o la débil explicación sobre lo ocurrido en PEMEX son alertas de que la tentación del exceso siempre está latente cuando las cosas salen bien.

Con todo, los primeros cien días hablan de que la presidencia ha restituido su credibilidad. De que el enfrentamiento contra los intereses creados, públicos y privados, va en serio. De que hay un sentido claro de para qué se quiere utilizar el poder. De que la autoridad del estado está de vuelta. De que la política sirve.

Hay riesgos. Los intereses que se están tocando son inmensos. Hoy, sin embargo, Peña tiene mayor capital político que ayer. Seguirá acumulando en la medida en que siga leyendo con habilidad a la opinión pública, en que cumpla su promesa de que no habrá mayor interés que el público y en que rompa los obstáculos que impiden generar riqueza y repartirla.

Si cien días son indicativos, sólo se puede concluir que el país está en marcha.

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