13/08/2012
La democracia está enferma. Tiene una adicción: al dinero. El conflicto poselectoral ha puesto el dedo en la llaga en uno de los asuntos más relevantes para blindar a la democracia mexicana.
La cuestión es simple, y a la vez, tremendamente compleja: o frenamos el ingreso de dinero a la arena pública o perderemos a la democracia.
Este no es un mal exclusivamente mexicano. Barack Obama gastó, sólo en junio pasado, 70 millones de dólares en su afán de posicionarse contra el multimillonario Mitt Romney. La presidencia colombiana estuvo severamente cuestionada en los noventa por presuntos financiamientos del crimen. Helmut Kohl fue acusado de financiar su campaña con dinero ilegal. La lista es interminable. El dinero nutre a la política. Sin dinero no hay campañas. Pero su exceso, su falta de control, la pervierte o peor: la mata.
Tampoco se trata de un mal que corroa a un solo partido. El PRI utiliza recursos de manera indiscriminada y, en ocasiones, abusiva. El PRD posee las más eficientes y perversas redes clientelares del país en el DF. El PAN utilizó los programas sociales como instrumentos electorales.
La adicción al dinero ha convertido a las elecciones en subastas y ha debilitado al sistema democrático en su conjunto. El sofisma de que las elecciones se ganan sólo con dinero ha estimulado la corrupción y ha pervertido el sentido de competencia que debe nutrir a la pluralidad. Si el dinero es el factor, entonces cualquiera que lo tenga, o que lo consiga, puede ser candidato y puede gobernar. Por eso llegan los peores: (casi) cualquiera puede repartir despensas así no tenga ideas. Mal, cuando las láminas sustituyen a las propuestas o los spots a los debates.
Peor, la tendencia mundial es que la influencia del dinero haga que los grandes poderes quieran hacer a un lado a los políticos, como ocurre en Estados Unidos con Romney, en Chile con Piñera o en Italia con Berlusconi.
La perversión de la democracia por el dinero amenaza con privatizar a la política. El que paga, manda. En su afán por competir con el dinero privado, el poder público lo obtiene haciendo que desborde la corrupción. Si de dinero se trata, el crimen organizado lo tiene de sobra. Y, no hay que olvidar, el que paga manda.
La agenda nacional debe tener en su centro la depuración de la política como objetivo. Hay que revisar la integración del IFE y luego sus funciones. Hay que castigar con todo rigor el rebase de topes de campaña. Hay que ampliar las facultades de auditoría sobre los partidos, las campañas y los gobiernos. Hay que revisar el régimen de medios., y hay que garantizarle a los mexicanos que cualquier buen ciudadano podrá postularse a un cargo, independientemente de su condición social. Que habrá equidad en la contienda. Y que el resultado será respetado. A eso, y sólo a eso, le podemos llamar democracia. ¿O no?