Fernando Vazquez R.

En el año 2005, dos jóvenes priistas llegaban a las gubernaturas de sus estados. La mayor catástrofe de la historia priista estaba por ocurrir. Al año siguiente, el viejo partido de la revolución se hundiría hasta un lejano tercer lugar en la elección presidencial.

Los dos jóvenes tenían 39 años. Uno gobernaba el estado más importante del país: el Estado de México. El otro, Coahuila.

Sus nombres: Enrique Peña Nieto y Humberto Moreira. Hoy, uno está en la cárcel. El otro es presidente de México.

En plena desbandada, el PRI optó por una salida que parecía inteligente: renovarse.

Empezó entonces un proceso de postulación de cuadros jóvenes, locales, con poca experiencia pero a menudo (no siempre) con simpatía.

La lógica residía en hacerse fuertes desde lo local: ahí donde, a fin de cuentas, había nacido el tejido de poder de la posrevolución. Si los hombres fuertes locales pactaron para hacer un acuerdo nacional, la trinchera para enfrentar la transición estaría ahí: en los estados.

Pero para lograrlo, el PRI necesitaba ganar gubernaturas, enfrentándose al poder federal. En una dinámica democrática, debían hacerlo con la fuerza de los votos.

El experimento funcionó, aunque solo en las urnas. Los rostros jóvenes empezaron a ganar elecciones en todas partes. Con ello, el PRI comenzó a mandar un mensaje a la República: había perdido la presidencia, pero no el poder.

Hoy, ese experimento ha fracasado con estrépito.

Los jóvenes incultos eran buenos para los votos pero malos para el gobierno. Eran buenos para la cámara televisiva; pésimos para la cámara legislativa. Eran inexpertos. Descuidados. Frívolos.

Peor: eran, son, terriblemente corruptos e irresponsables.

El seguimiento al desastre estatal no deja lugar a dudas: lo que se ganó en las urnas se perdió en eficiencia. Estados en bancarrota. Asolados por el crimen. Consumidos por la corrupción. La arrogancia. La superficialidad.

Moreira terminó su mandato de 45 años y dejó los saldos terribles de su (des) gobierno: una deuda que creció, en registros, de 353 a 8,338 millones de pesos. No obstante, en su momento la Secretaría de Hacienda denunció que se habían ocultado empréstitos y se habían falsificado documentos. La deuda real sobrepasaba los 17 mil millones de pesos. Hoy Moreira está en la cárcel en España, acusado de lavado de dinero. Estados Unidos y España hicieron lo que aquí nadie se atrevió.

El problema mediático es grave, pero es mucho peor el real. Ahí están las cuentas pendientes de Rodrigo Medina en Nuevo León que llegó al poder de 37 años.

El horror vendrá con los productos de laboratorio que aún dicen ejercer el poder. La lista la encabeza, por supuesto, Javier Duarte en Veracruz. Pero la espiral de inmoralidad e incompetencia se prolonga a Quintana Roo, Jalisco, Chiapas y Nayarit.

Y el problema no es que se nomine a jóvenes: es a qué jóvenes se nomina. El PRI buscó jóvenes, no a los mejores jóvenes. Cuando el carisma o la galanura sustituyen a las neuronas, un país entra en crisis sistémica.

El PRI pretendió continuar con la fórmula, pero se encontró con un dique poderoso: el ciudadano.

Lo mismo en Baja California Sur que en Nuevo León, la gente votó masivamente contra la continuidad de los novicios. El efecto Peña, que había llevado al senado a muchos de estos jóvenes, se había convertido en defecto. La gente sabe. Siente, padece los estragos de los poderes locales inútiles.

Por eso el PRI tuvo que rehacerse. Frenó las aspiraciones de prolongar las agonías en Veracruz y seguramente hará lo mismo en Oaxaca y Quintana Roo.

Se agotó la fórmula. El experimento, al final, resultó grotesco para la vida de las personas. El laboratorio no aguanta más. El problema es que tiene un nombre preciso: México.

 

@fvazquezrig

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