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octubre 5, 2013
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octubre 5, 2013

Boston

22/04/2013

Ella,  siempre abierta, quiere ser cerrada. Ella, que es la libertad, pretende ser sojuzgada. Su inteligencia quiere ser segada por la ignorancia; su respeto por la intolerancia.

Hay una generosidad que confronta al horror.

Las bombas que estallaron la semana pasada mutilaron a personas, pero pretendía más; quería, sin lograrlo, mutilar lo que Boston significa. Ahí miles, quizá millones de personas, de jóvenes, encontramos alguna vez la sorpresa de lo multicultural. Por ella, por sus calles, por sus parques, por sus espacios públicos, aprendimos a ver con otros ojos al otro: ese que está allende nuestra frontera, más allá del mar, detrás del horizonte.

Aprendimos en ella que la pluralidad nos nutre, nos enriquece. Que hay muchas formas, validas en su mayoría, de ver la vida, el mundo, el espíritu. Muchas oraciones para llegar a Dios.

Ella nos enseñó que es posible convivir en la diferencia y más: que ser distintos nos fortalece y genera una nueva identidad.

Ella nos condujo a escuchar al otro y a respetarle siempre, pero particularmente en el disenso.

Sus aulas, innumerables, privilegiaban la pregunta, la duda, la reflexión: porque Boston es origen de la libertad que comienza con ese derecho elemental y vital: el que se pregunta, ¿por qué?; el que se arriesga a decir, “no estoy de acuerdo”.

Ahí nos acercamos como nunca a un arte vivo que se esconde en cada rincón, en cada barrio, en cada acera.

Ahí fuimos recibidos con la amabilidad de las sociedades abiertas y tolerantes; con la gentileza de quien no pretende marcarte como extranjero: el tipo de calidez que derrite la distancia y el tiempo.

Triste, que dos refugiados hayan tratado de demoler el refugio de tantos. Lamentable que quien encontró cobijo deseara negárselo a los demás.

No lo lograrán, porque las ciudades tienen espíritu, alma, carácter, y el de Boston no es otro que la libertad que hizo que ahí, en sus muelles, naciera una gran nación y una nueva forma de entender la política, la representación, los derechos. Desde Boston comenzó la revolución norteamericana que exigía que no hubiera impuesto sin representación y que concluiría no con la independencia norteamericana sino con una Constitución que arranca con una frase maravillosa: “nosotros, la gente (…) ordenamos crear esta Constitución”. Un párrafo que lo cambiaría todo. No más reyes. No más monarcas. Es la gente, el ciudadano, el que determina, el que acuerda, el que gobierna.

Regresé con mis hijos a Boston. Me preguntaron si los llevaba a donde había estudiado. Les dije que no: los llevaba a donde me gustaría que ellos lo hicieran. Ahí estaba vivo todo lo que me formó y me transformó: su vocación incluyente, su invitación al conocimiento, su apertura, su respeto y su dignidad.

Sé que ahí sigue, pese a las bombas. Que no ha muerto. Que seguirá en pie y siendo lo que ha sido.

Hace años, Boston me abrió sus brazos. Hoy le tiendo los míos.

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