06/06/2011
Meses después, sobre la avenida Reforma de la ciudad de México, un convoy aisló el carro en el que viajaba el hijo del Presidente Zedillo. Un grupo de hombres armados controló su automóvil por algunos minutos. La movilización del Estado Mayor terminó por detener a los responsables. Aludieron una confusión. Eran agentes judiciales del Estado de México: la patria chica de los Hank. En los Pinos, la confusión se leyó como un mensaje de regreso: los hijos no se tocan.
El personaje no es digno de defensa. Con todo, su detención implica, otra vez, un mensaje político: la demolición del PRI ha comenzado. Las tropelías de Hank no son falsas, pero no son nuevas. La detención se da en un contexto político, con una intencionalidad electoral y abre nuevos escenarios políticos en los que se desarrollará el fatídico 2012.
Las versiones de que se preparaban acciones judiciales contra connotados priístas alteraron a los grupos políticos de la capital de la República desde la semana pasada. Nunca se mencionó a Hank Rohn, sino a un grupo de exgobernadores. El PRI intentó, en vano, alertar sobre los riesgos de una embestida contra sus hombres.
Esta detención se da porque Hank es un personaje oscuro, pero también porque es un miembro relevante del PRI y la memoria de su padre está ligada al Estado de México, lugar en donde se disputa la sucesión estatal y cuna del principal precandidato del PRI y puntero en las encuestas, Enrique Peña Nieto.
La acción delinea la estrategia presidencial para doblar al PRI. Se pretende enredar en las siglas del viejo partido las etiquetas de corrupción, impunidad, ligas con el crimen. Así, fatalmente, se inicia el camino de la judicialización de la política, se polariza a la nación y se desliza a la República hacia los bordes del abismo.
La derecha más autoritaria ha recurrido al uso selectivo de los instrumentos policiacos del régimen. La vara que medirá al PRI es distinta a la que se utiliza con exgobernadores corruptos del PAN, con los dirigentes del podrido Instituto Nacional de Migración, con los responsables de la tragedia de la guardería ABC o con los malos policías federales asociados con el crimen organizado. Gana la ideología y la intolerancia al precio de conducir al país a la confrontación.
Calderón ha mencionado que él no entregará la Presidencia a un priísta. Esta afirmación implica la decisión, más visceral que racional, de asumir los costos gravísimos de una actitud facciosa. Felipe Calderón se ve a sí mismo como un sacerdote de dimensiones históricas que tiene la misión de frenar la vuelta del país al pasado, así sea dinamitándolo.
El riesgo es mayúsculo. El desencanto de la sociedad, el clima de temor por la guerra fallida contra el crimen, la enorme desigualdad, la certeza de que la democracia no funciona, de que el sistema niega la justicia imparcial, convierten a esta escalada en un incentivo idóneo para el estallido. Se trata de una embestida frontal contra un poder equivalente al del partido en el poder: que controla 19 Gobiernos Estatales, casi mil Municipios, la Cámara Baja y es mayoría en 23 Congresos Locales.
Desde la Revolución Francesa se sabe que es fácil echar a andar la guillotina: lo difícil es pararla. En su orgía de sangre, la eliminación del adversario se convierte en una adicción que, como tal, termina por consumir a quien la ejecuta. Por eso Talleyrand alertaba: las bayonetas sirven para muchas cosas, menos para sentarse en ellas. Haber utilizado el poder de la milicia para ejecutar una vendetta política envía un mensaje que socava la estabilidad de la República.
El PRI es un partido con reflejos de poder. No hay en él ingenuidad ni sentimientos piadosos. Los grandes conflictos de la humanidad han comenzado cuando las confrontaciones se escalan, cuando no hay la capacidad de escuchar ni entender al adversario, cuando la lógica de la revancha persiste sobre la lógica de la conciliación.
En asuntos de poder, como en los de la física, a toda acción corresponde una reacción en sentido contrario. Los hijos no se tocan.
La concordia tampoco.