23/05/2010
Pobre México, tan solo, tan desamparado. Pobre país, tan aprisionado.
Somos una nación que vive en el peor de los desamparos: el que da la certeza de que no hay justicia posible que nos alcance, que no podemos aspirar a vivir en tranquilidad porque no existe autoridad que la imponga.
El resultado del caso Paulette no hace sino desnudar a un poder público inútil, inepto, corrompido. Reitera que el estado mexicano, en todos sus niveles, está capturado.
La imposibilidad de castigar a los culpables, de convencer a la sociedad de que aquí no hubo un manejo sucio de la impartición de justicia, de que existieron intereses superiores que torcieron el camino de la ley, que oscurecieron la verdad, no hace sino exhibir la debilidad del estado mexicano.
El caso Paulette sacude, así, dos veces. Estremece su muerte, pero quizá nos estruje más la certeza de que ésta quedará impune. Hubo crimen; no habrá castigo.
La impunidad se da en varios niveles: queda impune la muerte misma; pero también la ineptitud criminal del Procurador y de todo el aparato de justicia del estado de México. Si, en efecto, se trató de simple ineptitud, ésta provocó la muerte civil, el linchamiento social de los padres y especialmente de la madre de la niña.
Pero existe también la posibilidad de que exista una ineptitud corrupta o sumisa: ambas constitutivas de delitos. La escena del crimen no fue asegurada. Por ella pasaron más de 200 personas. Ahí se dieron entrevistas. Sobre el cadáver de la niña durmieron personas. La cama se deshizo y tendió varias veces. Ahí escudriñaron peritos, perros. Nadie detectó el cadáver hasta un apagón después. El Procurador denunció contradicciones que nunca se difundieron. Se les dio carácter de indiciados por esa razón. Se exhibió un resultado psiquiátrico de una experta en perfiles criminales. Se filtraron conversaciones sospechosas de ambos padres. Nada valió. Paulette murió por accidente. Un verdadero insulto.
Con todo, existe también la impunidad política. Es la del Gobernador que no castiga, que mantiene a todos en su cargo. Es la de un mandatario escurridizo que hace mutis durante dos largos meses. Uno que aprueba que se filtren avances selectivos de la investigación a medios y que autoriza que el anuncio fatal se dé un viernes, como para apagar la estela de indignación que, sabe, generará.
El caso se suma a todo aquello que nos vuelve un país impune: el caso ABC, los secuestros, el hecho de que todo el control de la investigación del secuestro de Diego Fernández de Cevallos se haga desde su bufete jurídico, privatizada la justicia, bajo la complacencia de otro socio de otro despacho abusivo, el del Secretario de Gobernación. Ahí están los millones de teléfonos celulares sin registro funcionando pese a que hay una ley que indica lo contrario. Está Pasta de Conchos y está la venta de bases de datos personales en Tepito. Está en la decisión de la corte de no revisar la sentencia blanda que recibió el asesino de la señora Wallace.
El país queda lastimado en su esperanza y desfallece en la certidumbre de que, ahora sí, estamos extraviados en el laberinto inagotable de nuestra soledad