Articulos 2010

11/04/2010

Un colectivo humano que se demuestra incapaz de defender a sus niños es uno que no puede definirse como sociedad.

El caso Paulette ha abierto una herida de indignación por el entorno en el que se da, por las características de la víctima y por la secuela de especulaciones, pero también de certezas, que mueven a la sospecha.

Paulette muere en un país que se desangra. 18 mil muertos van ya en el transcurso de una guerra que parece no tener rumbo ni fin. La estrategia oficial se ha ido desdibujando, en la medida en que no acierta a frenar el poder corruptor, de venganza, de crueldad, del crimen. La nación se recoge en la medida en la que nos sabemos desprotegidos, vulnerables. Fue Galeana, Chihuahua; fue Juárez, fue Durango, fue el Tec. En ese ambiente de zozobra, depresivo, reventó el deceso de Paulette.

Su muerte conmovió porque se trata de una niña que transpiraba ternura. No hay forma de pasar por alto la inocencia de su mirada, su rostro transparente. Era una menor, asunto suficiente para motivar la consternación. Pero había más: era una niña con problemas motrices. Por eso, a la imagen indeleble de su mirada se sumaba el desamparo de su boca abierta.

Esa imagen es la que motiva la indignación y la urgencia. Indignación por su pérdida irreparable, porque un niño exige siempre todo nuestra atención y cuidado, pero mucho más un niño con alguna discapacidad. Pero también está la urgencia. La demanda a una autoridad que se perfila incompetente, sin credibilidad, sin transparencia.

Lo que hemos vivido ha sido una secuela de contradicciones, de sinsentidos, de torpezas. Como una matrushka, cada día aparece algo nuevo. Versiones que enturbian, sospechas que provocan el recelo, certezas que nos indican que el país se desliza irremisiblemente hacia un abismo.

Este caso nos resume. Sintetiza el ambiente de violencia inconcebible que hemos incubado en nuestro cuerpo social; el protagonismo de los padres, particularmente de la madre, que luego se va trastocando hasta abrir una interrogante terrible; el linchamiento mediático que señala y destruye, para siempre, la reputación de las personas en juicios sumarísimos e inapelables; el morbo de la especulación que cercena la credibilidad de las instituciones y, por supuesto, la terrible actuación de la Procuraduría del Estado de México que ha nutrido el fuego con una investigación terrible y una política de comunicación desastrosa.

México se inquieta por este caso por el tiempo rojo, triste, que vivimos. México se alarma por la indudable nobleza, por el desamparo de la víctima. México se indigna porque tiene la sospecha de que hay intereses poderosos, influyentes, que pretenden tapar todo o parte de lo ocurrido, porque el viraje de la investigación, de los dichos, toma un cariz siniestro.

Podrán, una vez más, prevalecer los poderes especiales que aprisionan al estado. Lo han hecho muchas veces: en la existencia de monopolios, en la aprobación de leyes a modo, en la rebeldía de las telefónicas a no cumplir con la ley y a desafiar a la autoridad en su mandato. Lo han hecho en la persistencia del cuatismo y el influyentismo. Lo han hecho durante muchos años, cierto. Pero si esos poderes especiales prevalecen aquí, en esta muerte, precisamente en esta, entonces sabremos, con toda certeza, que este país nunca podrá volver a ser lo que fue.

Sobre el veredicto final del caso, se juega mucho. Se juega la credibilidad del estado de derecho. Se mide la verdadera estatura de Enrique Peña Nieto. Se apuesta por nuestra gallardía para tener la suficiente entereza de defender a nuestros niños. Se arriesga, al final, nuestra dignidad y la posibilidad de seguir denominándonos sociedad.

Por lo pronto, la erupción de indignación que ha arrasado a la opinión pública denota algo: estamos vivos. Tenemos, aún, la capacidad de estremecernos, de sufrir por el dolor de otros, de demandar que, lo que haya sido, se aclare sin velo de interrogante. No es poca cosa. Veremos el saldo final

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