Artículos 2018

Coincidencias

Fernando Vázquez Rigada

Luis Echeverría fue un presidente que se propuso resarcir las deudas históricas de la lejana Revolución Mexicana. El desarrollo estabilizador, pensaba, no había tocado a los más necesitados, pese  a haber generado crecimiento de 6% anual, baja inflación y estabilidad cambiaria por 16 años. Había sido ese, sostenía, un experimento tecnocrático, sin savia popular. Aseguraba que la vena del pueblo debía inundar al gobierno. Con él, por la fuerza de su ejemplo y su mandato, todo cambiaría, para bien, para los más humildes.

Tenía un antecedente: el gobierno popular del general Lázaro Cárdenas. Esa era su inspiración. Su ejemplo. Su reto era superarlo.

Como él, Echeverría se encargaría de impartir justicia social. No sólo llevaría bienestar a cada rincón del país: llevaría al gobierno mismo. Desde las oficinas, afirmaba, sólo se percibían las verdades a medias. El presidente tenía que estar en cada ranchería, en cada pueblo, en cada manzana. Y el gobierno, ni dudarlo, se movería con él. Él encabezaría el gran esfuerzo nacional. Él escucharía. Él resolvería.

Él, que todo lo podía.

II

Gabriel Zaid recuerda la respuesta singular que daba Luis Echeverría a aquellos que osaban preguntarle de dónde iba a salir el dinero para financiar la inmensa, cotidiana, cantidad de proyectos que anunciaba:

-De lo que ustedes se están robando.

III

Los proyectos abundaban. El presidente lo veía todo. Se involucraba en todo. Quería saber, y pretendía saber, de todo.

Decía por aquella época Bob Haldeman, el Jefe de Gabinete de Richard Nixon y creador del sistema de organización que funciona en el ala oeste de la Casa Blanca hasta la fecha, que el recurso más valioso que tenía la presidencia era el tiempo del presidente.

Para Echeverría, el tiempo era siempre escaso. Demasiados temas que atender en sólo 24 horas por día. Por eso dedicaba, en promedio, 16 horas diarias al trabajo, los siete días de la semana.

Intentaba multiplicar su tiempo y su presencia, como Cristo los peces: citaba a reuniones simultáneas en Los Pinos de madrugada. Todas las atendía (o eso pensaba). Saltaba de una reunión a otra. Para él el trabajo era exhaustivo. Para sus colaboradores, tiempo muerto. Las reuniones podían lo mismo iniciar a las 10 de la mañana para terminar pasada la medianoche. O al revés.

José López Portillo recuerda haber jugado fútbol contra el gobernador de Chiapas, Manuel Velasco, con el zapato del Ministro de Agricultura que, en el lapso interminable de espera de esos acuerdos simultáneos, hacía yoga en flor de loto en una sala de Los Pinos. Recuerda también una reunión desesperante de su jefe, el entonces Secretario de Patrimonio, Horacio Flores de la Peña, para tratar el delicadísimo asunto de la siembra del limón. Un día completo dedicado “al puto limón” se quejaba el secretario. Por eso, cada vez que sonaba la red presidencial, Flores de la Peña bromeaba con López Portillo:

-Ahí vamos otra vez. Al puto limón.

IV

Al arrancar su sexenio, Echeverría definió su política internacional. Nada de viajar al extranjero. ¿Viajar? “A la provincia” respondía.

Para Echeverría, no se requería definir una doctrina internacional. Tenía, afirmaba, el ejemplo de Juárez y los preceptos de la Constitución.

No había nada que adecuar a áquel, un mundo que estaba en plena guerra fría, que se desangraba en Vietnam, que avizoraba la crisis del petróleo, el fin del patrón oro y el descongelamiento de occidente con China.

Las ideas del siglo XIX, donde vivían Lincoln y Napoleón III, eran buenas, y aplicables, a ese mundo.

V

Daniel Cosío Villegas escribió en 1974 un libro seminal: El Estilo Personal de Gobernar. Ahí identificó la que fue, quizá, la principal característica del gobierno de Echeverría: su locuacidad. El presidente inauguró un “Diálogo Nacional”. Diálogo en donde él establecía los temas, los tiempos y los métodos, pero en el que incitaba a que los demás hablaran. Echeverría hablaba cuatro, cinco, seis veces al día. Por eso, a menudo se contradecía. Pero su necesidad fisiológica de hablar, explica Cosío Villegas, se replicaba en sus secretarios, gobernadores, alcaldes, líderes sindicales, empresarios. Toda la población hablaba, al mismo tiempo. El ruido reducía, hasta desaparecerla, la atención.

Los grupos con los que se reunía (raro que recibiera a alguien a solas) externaban sus proyectos, esperanzas, planes. Así, el Presidente recibía niños que soñaban estudiar artes: becados a París. Ejidatarios oaxaqueños que le pedían construir la presa “Cerro de Oro”: los trabajos comienzan esa semana. El rector de la Universidad de Querétaro le presentó planes para remodelar las instalaciones. El presidente responde: ¿cuándo termina si empezamos ahora mismo?

A la autorización cotidiana de ocurrencias, se suman los megaproyectos: la siderúrgica Lázaro Cárdenas, los grandes clusters turísticos de Nayarit, Manzanillo, Baja California y Quintana Roo (él inventa Cancún), los Centros de Población, sistemas de riego para las zonas áridas, ciudades industriales.

Un día, el 6 de mayo de 1974, va a Tamaulipas, regresa a la capital, atiende reuniones. Luego vuela a Chiapas.

No hay tiempo que perder. El afán de ayudar era genuino, pero desordenado.

No hay vida, ni dinero, que alcance.

VI

Michel Rocard dice en su libro de memorias: “desconfía de quien no descansa”. El arte de gobernar requiere de pasión, pero también de reflexión. De acción, pero también de ponderación. Demanda perspectiva y sosiego.

Eso no existe para Echeverría. Para él, todo es movimiento. Dice: “Sobre la marcha, caminando, seguiremos poniendo las ideas a caballo”. Cosío Villegas justificó su prisa: “Es que confunde el sexenio con un semestre”.

VII

Echeverría asume, explícitamente, que su gobierno es de ruptura ante una política conservadora que ha dejado atrás a muchos. Así, fractura una tradición de continuidad económica y de responsabilidad financiera. Poco después de abandonar el gobierno, en 1979, se define a sí mismo con el periodista Luis Suárez: había sido un populista. Se explica: promovió la ”cultura de masas en Latinoamérica que rompía con el imperialismo”.

Echeverría pretende seguir la senda del Benemérito de las Américas. Decreta a 1972, año de Juárez. Cada día, a cada visitante, regalaba un retrato del oaxaqueño: “El más grande de los mexicanos”.

Suárez justifica el desgarrador resultado de la política de Echeverría: “Asustó a mentalidades reacias a cualquier espíritu transformador”, las desviaciones al camino mexicano tenían que ser corregidas –agrega- pero los representantes del capital le temían: “Temían a un reformista y no al corrosivo inmovilismo, conforme a las mentalidades conservadoras”.

Echeverría, entonces, abrió una batalla: la rectificación del camino de la revolución contra el conservadurismo rancio que se le oponía.

VIII

A la burguesía no sólo la confronta: la desprecia. Les pone un apodo (nada menos que en su 4º informe) que lo dice todo: riquillos. Son ellos, esos pobres moral y financieramente, quienes están quebrando no sólo al país, sino a sus familias. La mala educación de sus hijos hace que éstos mueran en accidentes de automóviles último modelo a 120 o 140 kilómteros por hora. El mal del país son ellos: los riquillos.

IX

Su impronta discursiva incendia al país con el fuego de la polarización.

Echeverría ofende en campaña al ejército, al encabezar un minuto de silencio en la Universidad Nicolaíta por los muertos del 2 de octubre. Su verborrea incomoda no sólo al ejército: sorprende también al presidente Díaz Ordaz.

A los 15 días de iniciar su gestión, se confronta con el sector privado por subsidios a la industria azucarera. El conflicto ya no se detendría jamás.

Su política agraria promueve la inestabilidad en el campo. Son frecuentes las invasiones y la violencia campesina.

La ruptura absoluta con el sector privado llega en 1973, cuando un comando de la Liga 23 de Septiembre asesina en un intento de secuestro a Eugenio Garza Sada, el más connotado industrial de la época y cabeza del Grupo Monterrey.

Hoy sabemos, por documentos desclasificados, que la poderosa Dirección Federal de Seguridad sabía de los planes de la liga. Más: sabemos que la liga estaba infiltrada por la seguridad del estado.

No se hizo nada. ¿Por qué? La pregunta sigue sin respuesta. La ideología a menudo arrasa a la obligación.

X

En 1973, resultó evidente que los planes desmedidos de Echeverría no se podrían financiar solo con evitar la corrupción (que no se evitó). Los roces con su Secretario de Hacienda, Hugo B. Margaín, eran cada vez más frecuentes y ácidos.

Hasta entonces, el país había mantenido una ortodoxia financiera, el poder político del presidente respetando las decisiones técnicas de los funcionarios hacendarios. Eduardo Suárez Aránzolo permaneció doce años como titular de Hacienda, durante los sexenios de Cárdenas y Ávila Camacho. Tras el desequilibrio financiero que produjo Miguel Alemán, la ortodoxia volvió con Ruiz Cortines y Antonio Carrillo Flores y luego se abrió paso a doce años de Desarrollo Estabilizador bajo la batuta de Antonio Ortiz Mena.

Echeverría rompió con el modelo y emprendió su propia visión del desarrollo. Cuando se hizo evidente que éste era ya insostenible, corrió a Margaín y nombró a su amigo, José López Portillo en Hacienda. Antes, declaró:

-La economía se maneja en Los Pinos.

Fue más que una declaración fatal: fue un réquiem. Se avecinaba, imparable, la quiebra nacional.

XI

Echeverría arrancó su sexenio con la llamada “Apertura Democrática”. Quería expiar los pecados de Tlatelolco: él, que había sido un personaje central. Para calar la apertura, bastaron siete meses. El 10 de junio de 1971 es reprimida una manifestación estudiantil mediante un grupo paramilitar: “Los Halcones”.

La relación con los medios tampoco le vino bien a Echeverría. Para él, los grupos conservadores movían los hilos de la crítica a su gobierno.

Al final, los medios se plegaron y los que no, fueron plegados. A Excélsior, lo llevó al borde de la quiebra promoviendo un boicot publicitario del sector privado para luego ordenar al sector paraestatal rescatarlo. La crítica no se detuvo. Entonces el gobierno exacerbó un conflicto interno para reventar a la dirección y poner un nuevo consejo a modo. En todo el tiempo, Echeverría jugó a ser amigo de Julio Scherer, su director. Terminó expulsado –casi- a golpes.

Al mismo tiempo, empujó a la quiebra al grupo García Valseca, que tenía decenas de periódicos en todo el país. Con una intervención de Nafin, Echeverría la exprimió. El dueño logró un acuerdo para que Garza Sada, antes de su muerte, comprara el medio. Nafin no aceptó y opuso condiciones incumplibles. Entonces surgió un comprador, cercanísimo al presidente: Mario Vázquez Raña.

En algún punto, cuentan los biógrafos de Emilio Azcárraga Milmo, Echeverría acarició la idea de expropiar Televisa. Azcárraga se dobló, pero no gratuitamente: fue entonces cuando absorbió el canal 8, su única competencia, que era propiedad de los industriales de Monterrey, enemigos del Presidente.

A Daniel Cosío Villegas lo mimó y lo atacó. Todo al mismo tiempo. En algún punto el intelectual dejó de escribir en Excélsior, preocupado por la molestia del presidente y los suyos a la crítica. Pese a diversos mensajeros, Don Daniel no volvió, sino hasta que el propio jefe del ejecutivo le pidió: “Siga escribiendo”.

Extraño asunto cuando un presidente decide quién participa en los medios y quién no.

XII

El final del experimento no pudo ser peor. El país vivía una quiebra múltiple. De la tranquilidad, electoral, política y económica.

Se vivía en la zozobra. El gobernador del Estado de Guerrero fue secuestrado por el grupo guerrillero de Lucio Cabañas. También el suegro presidencial,  José Guadalupe Zuno, fue plagiado en Jalisco. La hermana del Presidente Electo José López Portillo, sufrió un atentado en agosto de 1976.

El sistema electoral se había dislocado. José López Portillo contendió solo por la presidencia. Ningún partido de oposición presentó candidato.

El presidente daba señales de que se aprestaba a dejar el gobierno, pero no el poder. Rompió todas las reglas del sistema. Exhibió y removió al prestigiado presidente del PRI Jesús Reyes Heroles, para destapar a José López Portillo. El presidente tomó control de la campaña y cercó a su sucesor: les nombró a sus adversarios en puestos clave. Adelantó 10 meses la designación del candidato a la gubernatura de Baja California. Impuso a los presidentes de las cámaras electas.

Pero la peor crisis era de confianza.

XIII

Hacia finales de su sexenio, Echeverría se vió obligado a declarar que la economía vivía un periodo de “atonía”. Era falso. Se vivía una bancarrota.

En seis años, la burocracia se triplicó: de 600 mil a 2.2 millones de empleados. La deuda externa también lo hizo: pasó de sólo 8 mil a 24 mil millones de dólares. El déficit pasó del 2% al 9%. Así se financiaron los proyectos que, al final, beneficiaron a muy pocos: con deuda y despilfarro. El costo para la mayoría de los mexicanos fue brutal. La inflación pasó de 4% en 1970 a casi 12% en 1975. Por primera vez en tres lustros, el peso se desplomó 100%: de 12.5 a 24 por dólar.

En la víspera del 20 de noviembre corren rumores de un golpe de estado. En una reunión con industriales, cuando el presidente anuncia la intervención en el mercado del acero, los directivos de las empresas públicas le felicitan. Cuando llega con él el presidente de Hylsa, del grupo Monterrey, el presidente le deja con la mano extendida. Le dice, para pasmo de todos:

-En lugar de felicitarme, vaya a decirle a sus patrones que sean patriotas.

El industrial se queda helado y toma asiento. Echeverría le dice a Flores de la Peña: “Dile que es un mensaje efectivo”: que se fuera, pues.

El gobierno y los banqueros toman la decisión de suspender las operaciones cambiarias en los últimos días del sexenio, tras analizar cerrar de plano los bancos. La sangría es incontenible.

Pero no.

El Presidente todavía da un zarpazo final. Expropia el Valle del Yaqui, en Sonora, donde se ubican las mejores tierras del estado. Ante las versiones del golpe de estado, y el hecho de que una acción así lo precipite, un colaborador cercanísimo le dice a Don Luis:

-Proceda, señor presidente. Si se animan al golpe, cuente con un ejército campesino que lo defienda.

Echeverría emite el decreto. Para que vean quién manda.

 XIV.

Coda: Regreso a Kafkatlán.

Ese mundo irreal tenía en aquella época un nombre preciso: Kafkatlán. El país de Kafka convertido en costumbrismo mexicano.

La lección de ese sexenio no puede ser más dura y elocuente. No bastan las buenas intenciones: las políticas importan. Las palabras curan o dañan: la política útil debe siempre abocarse a aproximar, no a desgarrar. Construir estabilidad lleva décadas; destruirla, seis años.

Desde ahí, desde Kafkatlán, los espectros nos saludan:

-Bienvenidos de vuelta-, sonríen.

diciembre 4, 2018

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