Por Fernando Vázquez Rigada
El país comienza a ser poblado por rostros sin cuerpo. Por presencias de recuerdos.
Los surcos de la república se transmutan. Ahora son fosas.
La tierra mexicana -la que adoraban las culturas prehispánicas por ser fuente de vida; la misma que fue arrancada al clero por la generación liberal; la que Zapata soñó para todos; la que Cárdenas repartió con los frutos del subsuelo- esa misma tierra escupe ahora despojos de vida.
Cada día. Cada ahora.
Porque México se está convirtiendo en un paraje de rostros sin cuerpos y de presencias de recuerdos.
Los caminos del país se llenan de espectaculares con rostros, la mayoría jóvenes, que se acompañan de recompensas. Dinero para saber su paradero. Retribución para hallar, ¿qué?, lo que sea: una certeza. Una tumba. Un cuerpo al que rezar.
Las fotos de jóvenes llenos de vida son las mismas de personas que se esfumaron. Un espectáculo de infinita tristeza. Terrible: escalofriante y siniestro.
Las fosas del país abrazan a cuerpos sin nombre. Sin rostro. Sin pasado.
Han desaparecido en México 30 mil personas en una década. Ocho cada día. Una cada tres horas.
El drama del desaparecido es peor que el del muerto. Es una muerte sin luto: que no cesa, que no deja de doler. Un llanto que no seca. Una herida abierta todo el tiempo.
Porque bajo la desaparición vive la esperanza. De que estará vivo. De que volverá.
Esas 30 mil ausencias tienen padres. Amigos. Vecinos. Compañeros. Quizá hijos.
Dejan una huella siempre fresca e hiriente en miles de familias.
Mientras una persona desaparece cada tres horas, hay un estado ausente, hueco, inservible.
En cada estado hay un peregrinar de deudos a los que mueve y consume la ira pero también la esperanza.
¿Qué buscan? Una razón y una verdad.
Pero encuentran solo fantasmas. Viven en Comala: ahí donde sigue mandando Pedro Páramo.
@fvazquezrig