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CONTRAREFORMA

26/09/2011

El dictamen de reforma política aprobado en comisiones de la cámara de diputados reitera lo ya sabido: México tiene una clase política pequeña y egoísta.

A partir del largo camino de reformas para pavimentar el camino de la alternancia y de la transición pospuesta, se privilegió la utilización de recursos públicos para germinar la vida partidaria y que el sistema de partidos fuera un crisol donde se fundiera la pluralidad política del país. Con ello, se pretendía, además de garantizar la representación de las minorías, cerrar la puerta a la participación de recursos privados que terminara privatizando la política.

Estas buenas intenciones derivaron en malos resultados. El decaimiento del poder presidencial fue sustituido en dos dimensiones: por los gobernadores, por un lado, y por los partidos, por otro.

El presidencialismo no fue desmantelado e institucionalizado: más bien se promovió su mutación hacia una partidocracia. Los partidos políticos, en este proceso, se convirtieron en jugosos negocios privados. Sobran los ejemplos de partidos que poseen escasa representatividad, que son patrimonios personales, monedas de canje para la negociación política. De ahí que surgiera un intento por reducir la influencia de los partidos en el diseño de políticas públicas, leyes, y en la conformación del poder público.

La reforma política que pretendía impulsar la presidencia de la República encontró respaldo en el senado. En el tema que nos ocupa, dos figuras de la propuesta eran centrales para oxigenar la vida pública del país y para incrementar los controles ciudadanos sobre los partidos: la reelección y las candidaturas independientes.

La reelección tenía por objeto incorporar un incentivo para que los políticos y legisladores honraran sus compromisos con sus electores. Tener la posibilidad de reelegirse cambiaba la lógica del funcionamiento parlamentario: rotaba el control de las cúpulas de los partidos a los electores. La segunda figura, las candidaturas independientes, pretendían desmantelar el monopolio de la participación política a través de los partidos.

La propuesta del senado murió en la cámara de diputados. Se aprobaron las candidaturas independientes, pero no la reelección. Con ello, las cúpulas partidarias pretenden engañar a la sociedad incorporando una apertura limitada y controlada: sólo un número reducido de ciudadanos podrán efectivamente postularse por sí mismos y derrotar a las estructuras de los partidos. Los candidatos independientes lograrán emerger con éxito en un ámbito territorial muy reducido: distritos y municipios.

Por lo mismo, su influencia en los congresos será mínima, sobre todo si los partidos logran prevalecer en el control del voto legislativo: ahí donde se resuelven presupuestos, juicios políticos, auditorías a cuentas públicas. Al cerrar la puerta a que se democraticen los congresos, la reforma pierde calado y se conforma un espejismo de más participación. Habrá más participación, si, pero de escasos resultados.

Tarde o temprano, la reelección llegará. Lo que han ganado los partidos es tiempo. Tiempo que el país no tiene. Los partidos defienden su negocio, los ciudadanos defienden el interés nacional. Lo que ocurrió en la cámara baja fue una contrareforma. Queda la sensación de que el ala reformista de los partidos no tiene el poder suficiente para hacer pasar leyes que genuinamente transformen al país. En el otro extremo están los enclaves, los mercaderes y los apologistas del status quo. Otra vez, parece, habrán triunfado.

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