Fernando Vázquez Rigada
A menudo, los daños que cometen los hombres de poder a sus pueblos son duraderos.
Unos son tangibles: el holocausto, la hambruna asesina en Ucrania y China, Tlatelolco.
En otras, sin embargo, son intangibles: no se ven. No se tasan. No se registran en los bancos ni en las cuentas presupuestales.
Pero ahí están: carcomiendo por años. Socavando. Debilitando.
El legado más duradero y triste de Donald Trump será la división, por muchos años, de la sociedad estadounidense.
Trump no inventó ni el racismo, ni el extremismo. Hizo algo quizá peor: lo despertó y lo inflamó.
El racismo a Estados Unidos le costó una guerra Civil (la más sangrienta de todas sus guerras), y más de un siglo de políticas sensatas y políticos de altura para doblar el espectro de Dred Scott, del Kukux Klan, de Selma, del fanatismo y el odio.
Pero eso, como un virus, dormía dentro del cuerpo social: esperando que alguien lo exacerbara.
Trump lo usó para ganar una elección y, luego, como modelo de gobierno. Nunca le importó gobernar para todos: sólo lo hizo para su base. Le tocó la fortuna —para él, no para su país— de nominar a dos ministros de la Suprema Corte de Justicia, con lo que se quedó con una mayoría conservadora.
La minoría radical se envalentonó y ahora desafía décadas de avances políticos, democráticos y sociales.
Van contra los programas sociales, contra los derechos de voto de las minorías, contra los migrantes, contra los derechos de género, contra el cambio climático, contra el uso de vacunas y cubrebocas.
Estados Unidos es un país dividido en todo. La minoría blanca se enfrenta con encono a la otra mitad.
La palabra del poder es importante: su mensaje, su mesura, su templanza.
Las cicatrices se vuelven heridas otra vez. El sistema óseo de la concordia se fractura.
Sólo un irresponsable puede pretender gobernar a través del odio. Sólo alguien que no quiere a su país puede aspirar a dividirlo.
Trump se fue. Su legado queda.
Y lo hará por muchos años más: de sufrimiento, de locura.
De dolor.
@fvazquezrig