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DIVISIÓN
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LA TEMPESTAD Y EL TIMONEL

Fernando Vázquez Rigada

 

Ante la inminencia del naufragio de su gobierno, su prestigio y del país, José López Portillo pronunció una frase que sentenciaba ya el fracaso:

 

—Soy responsable del timón, no de la tormenta.

 

Algo ocurre en el país. Se percibe desde hace semanas. Los nubarrones se agrupan y avizoran tiempo de tempestad: la salud rota, la economía en descenso, la pobreza desbordante, la violencia que desquicia.

 

¿Y el timón?

 

En política, las citas se cumplen siempre, puntuales.

 

Hay una antigua y tensa cuerda que define el destino de aquellos que detentan un poder sin límites: a aquel que lo ejerce a plenitud, sin frontera, prudencia o recato, termina por devorarlo.

 

La única excepción quizá sea la de Lázaro Cárdenas.

 

De Iturbide fue fusilado. Juárez fue salvado por una angina de pecho. Díaz murió en el destierro del que no ha podido volver. Calles, alguna vez todopoderoso, fue avasallado.

 

Luis Echeverría utilizó todo su poder, inmenso, para hacer girar a la República hacia su propio ideario. Privatizó para sí el manejo de la economía. Se enfrentó al sector privado. Reprimió a los jóvenes. Rompió con Israel. Terminó siendo impresentable.

 

Carlos Salinas de Gortari impuso una nueva visión de país. Ejecutarla implicó desmantelar los sostenes del sistema que lo había llevado al poder: el nacionalismo revolucionario, el laicismo, la sustitución de importaciones. El desenlace de su sexenio fue trágico, violento, sangriento.

 

El poder mismo castiga los excesos. Utilizarlo sin medida, sin tacto, va dejando un sinnúmero de heridos en el camino. Pero en política nadie se muere hasta que se muere. Por ello, Maquiavelo aconsejaba: a los hombres poderosos o no se les toca o se les mata.

 

Los intereses trastocados esperan: al declive, a la inestabilidad, al debilitamiento.

 

Los abundantes aliados de paso cambian de camisa: como siempre.

 

Quien ejerce el poder absoluto llega muy alto. Pero la altura, se sabe, conlleva un riesgo: marea.

 

Los sentidos se pierden, la brújula se extravía. Y la embriaguez conduce, tarde o temprano, a una paradoja central: el exceso de poder anula la política. Cuando ésta se pierde, cuando el consenso se sustituye por la imposición; el diálogo por el autoelogio; la realidad por la propaganda, los equilibrios se quiebran y comienza la caída.

 

La realidad primero cerca y luego rebasa. Si el mandatario aún posee los reflejos para salir de la trampa, abrirá la cancha y los canales de interlocución. Si los ha perdido, se encerrará en sí mismo, en un círculo de cortesanos fieles pero inútiles, y se irá radicalizando.

 

Por eso, en Versalles, el trono dice en su parte superior: el Rey gobierna solo.

 

Se intuye que algo se cimbra bajo los pies de la nación. No hay poder que dure para siempre. No hay popularidad eterna. No hay paciencia inagotable ni cuenta que no se pague.

 

La fila de la cobranza ha comenzado a avanzar.

 

@fvazquezrig

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