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HERIDAS QUE NO CIERRAN

Hay heridas que no cierran.

Estados Unidos nació como un oasis de libertad, tolerancia, democracia.

Ese fue el origen de la colonización que lo fundó.

La idea de que no había justicia en pagar impuestos sin tener representación política, el origen de su independencia.

Pero esas altas aspiraciones pronto encontraron su frontera. Era una cruel, no de metal: de color.

La constitución no consideraba a los habitantes negros, esclavos, sino como una fracción de ser humano. Una fracción precisa: 3/5 parte de un ciudadano.

Pronto, el sistema que había generado una genuina independencia judicial, emitió un fallo bochornoso: la Suprema Corte de Justicia determinó que un hombre, Dred Scott, que había escapado del sur esclavista al norte libre, era una propiedad de su dueño y debía ser devuelto al sur.

El tema racial se convirtió en cicatriz tras la guerra civil. Las diferencias con respecto al trato hacia los afroamericanos llevaron a la sociedad a las armas. Finalmente triunfó la idea de la igualdad, pero sólo en los campos de guerra porque el ideal no se haría realidad. Faltarían muchas otras guerras: cívicas, jurídicas y sí, también de vidas.

Apenas hace algo más de medio siglo, la Guardia Civil tuvo que imponer el fin de la segregación racial en escuelas tras un mandato de la Corte Warren.

Tan próximo como en 1985, el matrimonio entre parejas interraciales estaba prohibido en varios estados.

La llegada de un presidente supremacista, con un lenguaje lleno de odio, de rencor, ha infectado de nuevo la vieja herida.

Estados Unidos revienta de intolerancia y de odio. Un policía asesina a un afroamericano tras 8 minutos de asfixia. La brutalidad habría quedado impune, de no ser por un video incriminatorio. Por ese amago de impunidad y por la exposición de la brutalidad judicial, primero Minneapolis y luego diversas ciudades estallaron en cólera, en rabia producto de la injusticia.

La respuesta del gobierno federal, a diferencia de Eisenhower o Kennedy, no fue enviar a la guardia civil para proteger a las minorías, sino para reprimirlas.

Trump sigue atizando el odio. Estados Unidos está entendiendo que las palabras de los líderes tienen un peso. Cobran vida. Traspasan del adjetivo al verbo.

Y que un tuit puede transmutarse en balas.

Al final, el tema sigue siendo profundamente perturbador. La tragedia de George Floyd es que el racismo y el odio aún se incuban en millones de personas en los Estados Unidos.

Siglos de vida democrática y de libertad no han logrado cambiar nada.

No hay que equivocarse: las palabras de Trump no reinventaron el racismo.

Solo lo hicieron despertar.

@fvazquezrig

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